domingo, 15 de febrero de 2015

LIBROS PELIGROSOS

Juan Tallón, 2014.
Larousse, 2014.

290 páginas.

14, 90 €.

Hay cosas que no sabes cómo pudieron pasar hasta que les proporcionas el filtro de la ficción. En esta especie de sentencia o aforismo de Juan Tallón puede sintetizarse el sentido que tiene su libro sobre libros, sobre lecturas que para él fueron importantes, que piensa que podrían serlo para el lector presente, quizá para mí. Digamos que este título forma parte de la sección que la editorial LAROUSSE dedica a arte y cultura y en la que además de libros de consulta pueden encontrarse las recomendaciones musicales de Jaime Urrutia (ya saben, GABINETE CALIGARI) y las cinematográficas de Javier Tolentino (EL SÉPTIMO VICIO en RADIO 3).

LIBROS PELIGROSOS cumple con su objetivo principal porque a uno le entran ganas de leer muchos de los cien libros que Tallón recomienda, y aún de releer los que ya conoce: él logra el recreo en la lectura que se evoca unas veces y otras te lleva por caminos y paisajes o vidas que enriquecen tu recuerdo, que no percibiste del todo o te pasaron desapercibidas. Tallón revisita para nosotros ensayo, poesía, cuento y novela con un estilo irónico y jamás frívolo, en una suerte de periodismo que en lo literario va más allá del contenido porque narra con un estilo tan personal y atractivo como fluido. La necesidad de la literatura -quizá habría que decir que del arte en general- radica en que es capaz de explicar la realidad a través de la ficción, que la realidad tiene mucho de ficticio y por eso la buena literatura es siempre honesta.

Transcribo el comienzo de esta apetitosa obra divulgativa, en la que el autor se lamenta en uno de sus muchos juegos de humor de haber un momento en el que no conocía al autor brasileño João Gilberto Gil. Pero, tranquilo, amigo Tallón: yo tampoco sabía quién era Noll, pero tampoco Fontanarrosa. Ni idea de quién es Jaeggy, ni Morábito, ni Sexton, ni Bunker (un poco por la tele), ni tampoco Ginzburg. No sé quién es Johnson, Stone, March, Papini, Ellis, Echenoz, Ribeyro, Blanco Amor, Garriga Vela, Uriarte, Tavares, Svevo, De la Ville de Mirmont, Queneau, Behan, Cohen (que no es el poeta cantante), Ballard, Strand, Moore. ¿Es mi ignorancia inconmensurable? No importa: si he leído poco es que me falta mucho por leer. Y eso está bien. 



En el original.

Cuando escuché a Cesar Aira hablar de João Gilberto Noll, yo ni siquiera sabía que existía Gilberto Noll, aunque creo que habría dado un brazo, o una manga, por llamarme Noll. Incluso Gilberto, a secas. Sonaba bien, como esas bolas del árbol de Navidad cuando caen al suelo y se rompen. Es una desgracia, pero qué música. A veces un sonido lo es todo. Debe de ser difícil ser un mal escritor, o un mal saxofonista, incluso un mal ayudante de albañilería, con un apellido de esa elegancia. Noll. Aira dejó en el aire, como si la hubiese estado fumando, una de esas frases que tardan un tiempo en disiparse y que, cuando se disipan, aún deja su olor: "Es el mejor escritor del mundo". ¡Bah!, pensé, se trata sólo de una frase, igual que si dijeras "me duele una rodilla, creo que va a llover". El mundo estaba lleno de enunciados así, redondos y luminosos, como letreros de neón, pero después ni siquiera  llovizna.
Me quedó mal cuerpo por la contatación inesperada de mi ignorancia. No sabía quién era Noll. También me quedé a disgusto porque cuando alguien emplea el concepto "el mejor del mundo" siempre consigue desconcertarme. Lo mejor, digamos, me pone nervioso, como la gente que nunca bebe, o que presume de ser coherente. Tal vez sólo sea otra frase ficticia, inservible y ociosa, pero consigue impresionarme. Conspira a favor de que sólo es un artificio una bella anécdota de Jorge Amado, que en cierta ocasión arribó en una feria del libro y reparó en una gran cartel que decía: "Jorge Amado, el mejor escritor de Brasil". Se sintió halagado, feliz, y emprendió un paseo por la feria. Un poco más adelante, sin embargo, distinguió otro gran cartel que decía: "Guimarães Rosa, el mejor escritor de Brasil". Amado se sintió entonces contrariado, pero tuvo humor para comentar, cuando se encontró con el primer conocido, que "durante cien metros" había sido el mejor escritor de Brasil.
No existe el mejor escritor. Ni el mejor saxofonista. Ni el mejor ayudante de albañilería. Ni siquiera existe el mejor libro. Ni existen los cien mejores libros. Me temo que tampoco los mil mejores libros. Esas cifras sólo denotan una pasión injustificada, casi insana, por los números redondos, como cuando declaras que, si llegas a los ochenta años, con todo lo que has bebido, te gustaría que...
Me temo que la gloria de verse reflejado en un catálogo que recogiese los mejores libros apenas duraría cien metros. Nunca tarda en aparecer otro catálogo en el que nadie se acuerda de ti. Ni siquiera eres vilipendiado. Pero las listas redondas y, en el fondo, totalmente imperfectas son una obsesión especialmente humana. Recuerdo el día que murió Leonor Acevedo Borges. Hacía sol, o llovía. Esas cosas nunca se recuerdan bien. Una vecina, durante el velorio, se acercó al hijo de la difunta y le susurró: "Pobre Leonor, morir así, tan poquito antes de cumplir los cien años. Si hubiese esperado un poco más...". Borges, que no creía en las listas, a menos que fuesen infinitas, respondió: "Veo, señora, que es usted devota del sistema decimal".

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