Pueden recogerse testimonios varios, no muchos, de un eclipse que en la España de 1870, país posromántico que no lograba asentar algún tipo de gobierno, oscureció Madrid y también otras capitales un veintidos de diciembre. De Jeréz, por ejemplo, hay recogida una memoria científica de unos observadores neoyorquinos. Allí el eclipse fue total y los moradores de la España posromántica y ultrarrealista de hoy tenemos el privilegio de observarlo como fue, al menos desde un punto de vista.
Todo mortal. Diciendo esto se puede recordar al poeta sevillano Gustavo Adolfo Bécquer media hora antes de que el eclipse oscureciera la capital española, donde se encontraba entonces. Esto hubo quien lo apuntó y Narciso Campillo tiene buena parte de las papeletas para ser el quien en cuestión (ya lo confirmo, librero, ¿no tienes libros que catalogar?). Amigo íntimo de la infancia y buen acompañante en el transcurrir de la vida fue el máximo responsable de que la obra del sevillano haya llegado hasta nosotros, así como muchos e interesantes datos biográficos.
El poeta dijo: todo mortal. Y era algo que no tenía nada que ver con el eclipse que media hora después se produciría. Lo dijo sin sospechar que los colores de la ciudad en la que vivía desde los dieciocho años iban a cambiar radicalmente hacia tonos apagados, mates y ricos en la oscuridad: como si el mundo, a su alrededor, se asombrara o pusiera triste, vestido de sombra tras la muerte del poeta. Tenía treinta y cuatro años y supo que moría cuando pronunció aquellas palabras. Fue media hora antes de que unos científicos yanquis tomaran extrañas notas en la ciudad de Jeréz.
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