Aquella tarde me quedé en una profundidad superficial, sólo bajo el adoquín y la arena, pero tras recorrer hendiduras que ni siquiera lagartijas podrían. Llevaba un libro de José Ángel Valente, EL FIN DE LA EDAD DE PLATA, que, esforzadamente, había logrado hacer el mismo recorrido que yo, el empeñado en la sombra. Me puse cómodo en el terreno blando que aprisionaba al libro y encendí la luz. Tengo una luz para cada hueco.
Pude comprobar, alucinado, que el libro, maltrecho, sin esquinas, algo roto, estaba, además, en blanco. Una visión inquietante al principio la de la portada en blanco y también la de las páginas interiores que pasé incrédulo, la de la contraportada en blanco. Qué coño es un libro en blanco y dónde estaban los poemas de Valente fueron mis preguntas.
Dibujé mi enfado con una mirada asesina. En la portada apareció una rosa. Maldije en un grito contenido que me hizo daño. Decididí reservar el resto de mi mal humor para la mañana aunque me apetecía estallar. Pensé que no había espacio suficiente para tal cosa. Me escocía aquel libro. Desorientado y algo mareado por la repugnancia del suceso apagué la luz, asumiendo, y dormí. A veces me caigo mal.
Me encanta lo que has escrito...PRECIOSO!!!!
ResponderEliminarDesde luego no es escribir esto de lo peor que le puede pasar a uno. Vivirlo es otra cosa.
ResponderEliminarAún así debería mostrarme agradecido, ¿no? Pues bien: gracias, Sandra.
Y gracias por la visita. Eres bienvenida, por supuesto.