Alfaguara.
165 páginas. 17 €.
Es Fernando Vallejo un autor al que no puedo decir que conozca. Me topé con él de pura casualidad: le presté atención gracias a la contraportada, que he publicado justo en la entrada anterior, en los Rincones. Hace ya algunas semanas que lo leí, pero me he ido enredando en otras lecturas y no encontraba el hueco para hacer la reseña. Además es autor éste que me tiene algo despistado y me empeñé en leer algo más de él antes de sentarme a escribir. Pedí al librero LA PUTA DE BABILONIA y LA VIRGEN DE LOS SICARIOS, por empezar por algún sitio. Comencé enseguida con la lectura del primero y tuve que esperar mucho tiempo al segundo. Aún espero, impaciente y sin decir ni pío. El señor está que no hay quien lo tosa.
No sé si es pertinente mi preocupación pero es preocupación que tengo. Una de las razones de ponerme con la lectura de La Puta de Babilonia es que es esta obra ensayo o de divulgación, lo cual entiendo que obliga al autor del texto a presentarse como tal, sin alter ego ni personaje ficticio posibles. Creo que me voy aclarando mientras escribo, lo que no tengo nada claro es si alguien va a sacar algo en limpio de esta reseña: que el escritor-personaje-autor de EL DON DE LA VIDA es muy interesante, entre otras cosas, porque se empeña muchas veces en parecer un miserable. Y quiero saber qué hay de Fernando Vallejo en ello.
Tengo un montón de notas ocupando el blanco de pliegos inservibles. Y menos mal, porque si tuviera que hacer la reseña de memoria acabaría inventando más de la cuenta. Un poquito se perdona, digo.
Lo primero que se me ocurre inventar (en el sentido de proponer) es a Borges hablando consigo, sentado en un banco. Se me ocurre en cuanto que viene a hacer lo mismo Vallejo aquí, en esta novela, de un parque de Medellín, creo. Como ocurriera en un lugar que no recuerdo en el relato de Borges, el primero de su LIBRO DE ARENA: El anciano escritor, universalmente conocido, da con una joven e insegura versión de si, con la que habla y a la que trata de aconsejar, según recuerdo. El personaje que es alter ego del Vallejo habla, del mismo modo, consigo, aunque habla con otros. De hecho la fila de personajes famosos que van pasando a formar parte de alguno de los filosóficos diálogos de este autor colombiano es larga.
Conozco unos cuantos diálogos platónicos. No conozco un libro que tengo por ahí titulado DIÁLOGOS CON MUERTOS, VIVOS y no sé qué más, del Magnus Ezensberger (o algo así), pero a este también me suena. Vallejo suena a muchos pero es, desde luego, único.
Para empezar, una aparente contradicción. La del título. ¿Que por qué? Porque el don de la vida es una gran desgracia en Vallejo. Qué es el don de la vida. Yo no tengo ni idea, pero me parece que según Vallejo la vida es una putada que a Dios se le ocurrió. Y, sin embargo, la muerte es estado natural, la forma de ser de las cosas. La vida una ilusión, una chispa, un pequeño accidente que ya casi ni es. (No sé yo si estoy hablando por Vallejo o por mi). En cualquier caso me da que el título más que una contradicción es una ironía: ¿El don de la vida? Qué don ni qué puñetas, oiga, váyase usted por ahí.
La imagen que acude a la mente del lector es la de dos ancianos que conversan y que son el mismo o personas diametralmente opuestas. La imagen que acude en segunda instancia es la del maestro, el narrador, hablando consigo, quien se figura él que sea necesario según el tema a tratar. Reflexionando en alto. Los loros y el reloj de la catedral como referencias de un contenido familiar, el de los colombianos que por allí viven, que pasean mientras son observados. De un mundo presente, eternamente presente, lleno de violencia y de un sexo aún apetecible para quien ya nada más interesante espera de la vida, que es una mierda.
Es curioso el concepto de tiempo en Vallejo, estático, como presente eterno y que tan sólo se mueve internamente, como una rueda que gira pero no avanza. No es que resulte difícil de entender es sólo que resulta algo claustrofóbico. Me da miedo. Pasa, además, que el hecho de que el tiempo sea sólo presente implica la inexistencia del porvenir y, por supuesto, la falsedad de la historia. Como se da la circunstancia de que Fernando Vallejo es un ilustrado en el tema (y de ello da sabradas muestras) me parece que aquí sí cae en irremediable contradicción... a no ser que... ¿son Fernando Vallejo y el maestro sentado en el banco la misma persona? No sabría decir.
Este personaje que dice muchas verdades (cada vez que estoy de acuerdo con él), que filosofa, que falta constantemente a todo el mundo (entiéndase la generalización), al que le atraen sexualmente los jovencitos menores, resulta desconcertante sobre todo cuando, en pasajes sueltos, el lector se puede identificar con él porque, en muchos otros, a uno le gustaría mantenerse alejado. Se define así: "a mi me engendró la ociosidad, me parió la demencia y me amamantó el delirio". Así que uno puede llegar a sentirse preocupado cuando se nota satisfecho leyéndolo, suscribiendo lo que dice.
Fernando Vallejo es, además, divertidísimo. Habla el maestro mucho con el Papa (lo hace con otros personajes famosos: presidentes y estas cosas) y de verdad que es hilarante. En general no deja títere con cabeza, y mezcla en sus discursos razonamientos luminosos con un lenguaje soez e inteligente, fino en su gordura. Es impactante y adictivo. Abunda la crítica social que deriva en insultos directos y piruetas socarronas que hacen destellar un español, desgraciadamente exótico para mi, brillante y con muy mala leche.
El otro, el compadre que no lo acompaña, rebate a menudo su discurso y lo tranquiliza, porque este maestro se altera con la palabra. A veces le da la razón o le hace propuestas que ratifiquen la toma de posición del maestro. Pero en la mayor parte del libro supone un contrapunto que logra hacer entender al lector y con claridad el contraste brutal entre el discurso que se le está haciendo llegar y el habitual: el políticamente correcto. Y conste que por políticamente correcto se puede entender, en el caso de Vallejo, buena parte de lo considerado incorrecto o alternativo. Critica como si estuviera de vuelta de todo: Colombia, México, religión, ciencia, filosofía... En el caso de Colombia parece que ya le hubiera dado todas las oportunidades posibles. Puede parecer pretencioso pero el lector ha de recordar que quien habla es un señor mayor, un maestro, ya más bien cansado que, digámoslo de una vez, espera a la muerte.
Tiene el maestro una lista de lo más funesto (o cenizo) que se le pueda ocurrir a uno: ha ido apuntando a todos los muertos que conociera en vida. Como se entenderá la lista es larguísima y comprende algunos de los personajes (políticos, religiosos, científicos) con los que parla en el parque. Además, no deja de crecer. El compadre que ¿lo acompaña? le está ayudando en la tarea, por la cual todos los temas que surgen llevan un trasfondo mortífero que ayuda mucho en la ironía (bien afinada) que caracteriza una prosa rica e interesante, mucho más seria de lo que pudiera parecer según lectura superficial. Hay escenas e imágenes que encandilan y califican a Vallejo como gran narrador. No las desvelaré porque ya vengo diciendo mucho. Hay reflexiones que despabilan y que también impresionan estéticamente (no me resisto a, por lo menos, hacerles ver a las inocentes monjitas devorando carne tras los rezos pertinentes...)
Según avanza la historia, el día, hasta que cae la tarde las tornas se han ido cambiando y el maestro, que llevaba la voz cantante, habrá de sucumbir ante la fuerza presencial del compadre, quien da los consejos y, también, las instrucciones. Cuando cae el día las preguntas que se deben responder son otras, las dudas que lo asaltan a uno parecen más importantes, trascendentales, la oscuridad, la sensanción de un final, de un todo para nada se escapa entre las páginas del libro, tras echar el cerrojo, cerrar la tapa.
No sé si es pertinente mi preocupación pero es preocupación que tengo. Una de las razones de ponerme con la lectura de La Puta de Babilonia es que es esta obra ensayo o de divulgación, lo cual entiendo que obliga al autor del texto a presentarse como tal, sin alter ego ni personaje ficticio posibles. Creo que me voy aclarando mientras escribo, lo que no tengo nada claro es si alguien va a sacar algo en limpio de esta reseña: que el escritor-personaje-autor de EL DON DE LA VIDA es muy interesante, entre otras cosas, porque se empeña muchas veces en parecer un miserable. Y quiero saber qué hay de Fernando Vallejo en ello.
Tengo un montón de notas ocupando el blanco de pliegos inservibles. Y menos mal, porque si tuviera que hacer la reseña de memoria acabaría inventando más de la cuenta. Un poquito se perdona, digo.
Lo primero que se me ocurre inventar (en el sentido de proponer) es a Borges hablando consigo, sentado en un banco. Se me ocurre en cuanto que viene a hacer lo mismo Vallejo aquí, en esta novela, de un parque de Medellín, creo. Como ocurriera en un lugar que no recuerdo en el relato de Borges, el primero de su LIBRO DE ARENA: El anciano escritor, universalmente conocido, da con una joven e insegura versión de si, con la que habla y a la que trata de aconsejar, según recuerdo. El personaje que es alter ego del Vallejo habla, del mismo modo, consigo, aunque habla con otros. De hecho la fila de personajes famosos que van pasando a formar parte de alguno de los filosóficos diálogos de este autor colombiano es larga.
Conozco unos cuantos diálogos platónicos. No conozco un libro que tengo por ahí titulado DIÁLOGOS CON MUERTOS, VIVOS y no sé qué más, del Magnus Ezensberger (o algo así), pero a este también me suena. Vallejo suena a muchos pero es, desde luego, único.
Para empezar, una aparente contradicción. La del título. ¿Que por qué? Porque el don de la vida es una gran desgracia en Vallejo. Qué es el don de la vida. Yo no tengo ni idea, pero me parece que según Vallejo la vida es una putada que a Dios se le ocurrió. Y, sin embargo, la muerte es estado natural, la forma de ser de las cosas. La vida una ilusión, una chispa, un pequeño accidente que ya casi ni es. (No sé yo si estoy hablando por Vallejo o por mi). En cualquier caso me da que el título más que una contradicción es una ironía: ¿El don de la vida? Qué don ni qué puñetas, oiga, váyase usted por ahí.
La imagen que acude a la mente del lector es la de dos ancianos que conversan y que son el mismo o personas diametralmente opuestas. La imagen que acude en segunda instancia es la del maestro, el narrador, hablando consigo, quien se figura él que sea necesario según el tema a tratar. Reflexionando en alto. Los loros y el reloj de la catedral como referencias de un contenido familiar, el de los colombianos que por allí viven, que pasean mientras son observados. De un mundo presente, eternamente presente, lleno de violencia y de un sexo aún apetecible para quien ya nada más interesante espera de la vida, que es una mierda.
Es curioso el concepto de tiempo en Vallejo, estático, como presente eterno y que tan sólo se mueve internamente, como una rueda que gira pero no avanza. No es que resulte difícil de entender es sólo que resulta algo claustrofóbico. Me da miedo. Pasa, además, que el hecho de que el tiempo sea sólo presente implica la inexistencia del porvenir y, por supuesto, la falsedad de la historia. Como se da la circunstancia de que Fernando Vallejo es un ilustrado en el tema (y de ello da sabradas muestras) me parece que aquí sí cae en irremediable contradicción... a no ser que... ¿son Fernando Vallejo y el maestro sentado en el banco la misma persona? No sabría decir.
Este personaje que dice muchas verdades (cada vez que estoy de acuerdo con él), que filosofa, que falta constantemente a todo el mundo (entiéndase la generalización), al que le atraen sexualmente los jovencitos menores, resulta desconcertante sobre todo cuando, en pasajes sueltos, el lector se puede identificar con él porque, en muchos otros, a uno le gustaría mantenerse alejado. Se define así: "a mi me engendró la ociosidad, me parió la demencia y me amamantó el delirio". Así que uno puede llegar a sentirse preocupado cuando se nota satisfecho leyéndolo, suscribiendo lo que dice.
Fernando Vallejo es, además, divertidísimo. Habla el maestro mucho con el Papa (lo hace con otros personajes famosos: presidentes y estas cosas) y de verdad que es hilarante. En general no deja títere con cabeza, y mezcla en sus discursos razonamientos luminosos con un lenguaje soez e inteligente, fino en su gordura. Es impactante y adictivo. Abunda la crítica social que deriva en insultos directos y piruetas socarronas que hacen destellar un español, desgraciadamente exótico para mi, brillante y con muy mala leche.
El otro, el compadre que no lo acompaña, rebate a menudo su discurso y lo tranquiliza, porque este maestro se altera con la palabra. A veces le da la razón o le hace propuestas que ratifiquen la toma de posición del maestro. Pero en la mayor parte del libro supone un contrapunto que logra hacer entender al lector y con claridad el contraste brutal entre el discurso que se le está haciendo llegar y el habitual: el políticamente correcto. Y conste que por políticamente correcto se puede entender, en el caso de Vallejo, buena parte de lo considerado incorrecto o alternativo. Critica como si estuviera de vuelta de todo: Colombia, México, religión, ciencia, filosofía... En el caso de Colombia parece que ya le hubiera dado todas las oportunidades posibles. Puede parecer pretencioso pero el lector ha de recordar que quien habla es un señor mayor, un maestro, ya más bien cansado que, digámoslo de una vez, espera a la muerte.
Tiene el maestro una lista de lo más funesto (o cenizo) que se le pueda ocurrir a uno: ha ido apuntando a todos los muertos que conociera en vida. Como se entenderá la lista es larguísima y comprende algunos de los personajes (políticos, religiosos, científicos) con los que parla en el parque. Además, no deja de crecer. El compadre que ¿lo acompaña? le está ayudando en la tarea, por la cual todos los temas que surgen llevan un trasfondo mortífero que ayuda mucho en la ironía (bien afinada) que caracteriza una prosa rica e interesante, mucho más seria de lo que pudiera parecer según lectura superficial. Hay escenas e imágenes que encandilan y califican a Vallejo como gran narrador. No las desvelaré porque ya vengo diciendo mucho. Hay reflexiones que despabilan y que también impresionan estéticamente (no me resisto a, por lo menos, hacerles ver a las inocentes monjitas devorando carne tras los rezos pertinentes...)
Según avanza la historia, el día, hasta que cae la tarde las tornas se han ido cambiando y el maestro, que llevaba la voz cantante, habrá de sucumbir ante la fuerza presencial del compadre, quien da los consejos y, también, las instrucciones. Cuando cae el día las preguntas que se deben responder son otras, las dudas que lo asaltan a uno parecen más importantes, trascendentales, la oscuridad, la sensanción de un final, de un todo para nada se escapa entre las páginas del libro, tras echar el cerrojo, cerrar la tapa.
Hola:
ResponderEliminarYo de Vallejo he leído el que decían que era su mejor libro "El desbarrancadero", donde arremetía contra su propia familia, y salvaba a la figura de uno de sus hermanos, enfermo de sida.
En alguna entrevista he leído que Vallejo siempre afirma que todo lo que escribe es autobiográfico. No sé hasta que punto es cierto, lo cierto es que le gusta provocar siempre.
Y el "El desbarrancadero" es un libro duro, con mucha fuerza, que me hizo tener ganar de leer más del autor, pero aún no lo he hecho.
saludos
Hola, David.
ResponderEliminarCreo que Vallejo es un gran narrador y apuesto a que tiene una obra de lo más interesante. La Puta de Babilonia, que es el otro libro que conozco, no sólo es un libro afilado, en él se puede apreciar, además, la fina prosa de la que hace gala y con la que da rienda suelta a una obsesión (entiendo que justificada) muy personal. Empieza el libro:
"La puta, la gran puta, la grandísima puta, la santurrona, la simoníaca, la inquisidora, la torturadora, la falsificadora, la asesina, la fea, la loca, la mala; la del Santo Oficio y el Índice de Libros Prohibidos; la de las Cruzadas y la noche de San Bartolomé; la que saqueó a Constantinopla y bañó de sangre a Jerusalén; la que exterminó a los albigenses y a los veinte mil habitantes de Beziers; la que arrasó con las culturas indígenas de América; la que quemó a Segarelli en Parma, Juan Hus en Constanza y a Giordano Bruno en Roma; la detractora de la ciencia, la enemiga de la verdad, la adulteradora de la Historia; la perseguidora de judíos, la encendedora de hogueras, la quemadora de herejes y brujas; la estafadora de viudas, la cazadora de herencias, la vendedora de indulgencias; la que inventó a Cristoloco el rabioso y a Pedropiedra el estulto; la que promete el reino soso de los cielos y amenaza con el fuego eterno del infierno; la que amordaza la palabra y aherroja la libertad del alma; la que reprime a las demás religiones donde manda y exige libertad de culto donde no manda; la que nunca ha querido a los animales ni les ha tenido compasión; la oscurantista, la impostora, la embaucadora, la difamadora, la calumniadora, la reprimida, la represora, la mirona, la fisgona, la contumaz, la relapsa, la corrupta, la hipócrita, la parásita, la zángana; la antisemita, la esclavista, la homofóbica, la misógina; la carnívora, la carnicera, la limosnera, la tartufa, la mentirosa, la insidiosa, la traidora, la despojadora, la ladrona, la manipuladora, la depredadora, la opresora; la pérfida, la falaz, la rapaz, la felona; la aberrante, la inconsecuente, la incoherente, la absurda; la cretina, la estulta, la imbécil, la estúpida; la travestida, la mamarracha, la maricona; la autocrática, la despótica, la tiránica; la católica, la apostólica, la romana; la jesuítica, la dominica, la del Opus Dei; la concubina de Constantino, de Justiniano, de Carlomagno; la solapadora de Mussolini y de Hitler; la ramera de las rameras, la meretriz de las meretrices, la puta de Babilonia, la impune bimilenaria tiene cuentas pendientes conmigo desde mi infancia y aquí se las voy a cobrar."
317 páginas.