lunes, 22 de diciembre de 2014

PALAIS DE JUSTICE

José Angel Valente, mediados 1980.
Galaxia Gutenberg, 2014 

102 páginas.
16 €.

Hablo de jotas indiscriminadamente. Tengo dos clientes Jota. Uno de ellos me cuenta de todo, es uno de mis mejores y más interesantes clientes y el otro día agarró el libro de Valente y me preguntó si era un invento de Galaxia. Le contesté que quizá sí, que podía ser. Nos reímos con la cuestión esta de los libros inventados, manuscritos que salen de los cajones de cualquier autor y que algún avispado familiar o amigo o editor hace llegar a un editor que lo publica generalmente porque el mundo no se podía perder ese original que, a menudo, ni siquiera existe. A veces se juntan papeles y se les pone título. Hay de todo como en botica pero el introductor de esta obrita -Andrés Sánchez Robayna- dice que no, que si Valente no había publicado antes PALAIS DE JUSTICE era porque hasta el momento no se daban las condiciones necesarias. No sé cualés son. Parece que una de ellas es que el poeta estuviera muerto. El resto también familiares. En cualquier caso ya se conocían algunos fragmentos que se publicaron entre 1986 y 1993 y que Galaxia había dejado para el apéndice de sus obras completas.

En su DIARIO ANÓNIMO se encuentran las siguientes palabras: "Palais de Justice: sucesión de actos de la memoria. Lo vivido, incluso lo inmediatamente vivido, reaparece con el espesor de los sueños". A Valente uno se arroja, ya he vivido esa experiencia antes. Por eso volver a él ha sido emocionante. Tiene este autor algo de animal, algo de primario que asoma entre los resquicios que deja la forma preciosista de su narrativa. Es un poeta muy pulcro y a veces grotesco, vertiginoso porque entra en la herida y eso da miedo. Sus días parisinos tras el proceso judicial de su divorcio parecen ser el arranque de estos escritos que me han parecido más autobiográficos que otra cosa por cuanto que incluso los más descaradamente ficticios creo que retratan sus estados de ánimo, a menudo relacionados con el desencanto y con la inseguridad, la inseguridad en cuanto a los nuevos rumbos que tomar pero, sobre todo, en cuanto a la propia identidad. Así el narrador baila entre la primera, la segunda y -creo recordar- también la tercera persona. Es un clásico de su poesía, esa búsqueda de la nada que parece el único camino a seguir en la multiplicidad, una vez sabido que el yo entidad es imposible incluso como ilusión. Muchas capas, sí, en José Ángel Valente y una pregunta fundamental que me hago: quién sufre las desdichas.



En el original

Había que rodear la parte derecha de la casa para llegar a la cocina por una escalera lateral. Pasaba ya de media noche y en la cocina había luz. La luz caía por el gran ventanal sobre la rosaleda y daba a las rosas una belleza insomne e irreal. La gata vino sin un solo maullido y se quedó quieta, pegada al suelo, a mis pies. No corría un soplo de viento. Las rosas estaban inmóviles, como si hubiesen sido paralizadas por la luz. Interrogué con una larga caricia el lomo del animal que se pegaba a mí. No dio respuesta. Había luz a deshora y una inquietante impresión de inmovilidad. Empujé la contrapuerta de madera. Te vi a través de los cristales. Entré. Permaneciste como estabas en el taburete, inmóvil, justo debajo de la lámpara. No parecías respirar. Yo también me quedé inmóvil, paralizado por la violenta luz que bajaba como un frío cuchillo sobre tu cerviz. Tenías la cabeza desplomada sobre el pecho, las piernas completamente estiradas y rígidas, los brazos caídos a lo largo. Desplomado sobre tu propio cuerpo, tus manos rozaban casi el suelo. Me quedé inmóvil, pensé que si daba un paso toda tu figura se derrumbaría. Se sostenía extrañamente tu cuerpo. El ángulo que formaban con tu tronco las piernas estiradas te impedía caer. El pelo rubio aún, que luego el tiempo ha ido oscureciendo, cubría tu rostro y liberaba la parte posterior del cuello sobre la que caía el violento asalto de la luz. Tenías el cuello en la posición de la víctima. Un simple hilo habría podido seccionarlo. Tal vez tu cuello estaba seccionado ya. Quizá si yo diese un paso más te desmoronarías. Quizá si yo diese un paso más me desmoronaría. Quizá estabas muerto. Quizá yo estaba muerto. Y de ahí la inmovilidad y la luz. Y si ahora soplase un leve viento, tú y yo nos iríamos deshaciendo, nos iríamos volviendo blanco polvo soluble en las deslustradas cucharillas de la muerte. Te miré. No había en ti señal de respiración. Creí que estabas muerto. Te he visto muchas veces muerto en otras muertes para conjurar la tuya. Podríamos haber estado muertos esta noche, representando cada uno de los dos nuestro papel en esta escena fija. El animal que ambos amábamos maulló muy levemente. Tuve la impresión de que la luz pesaba con gravedad menor sobre tu cuello. ¿Cuánto tiempo llevabas allí? ¿Quién estaba en la casa? ¿No había nadie o no nada llegaba, ni un rumor, como señal de los durmientes? No, no había nadie. Éste era ya un lugar vacío o desertado, el arca que se llevaron las aguas y que en ninguna alianza se quiso fundar. Por eso están las rosas quietas, detenidas, inmóviles, ptrificadas en la luz. Si estás muerto, te enterraré bajolas rosas para que nadie te pueda encontrar. Me moví lentamente. Te rodeé con mi brazo derecho por debajo de los hombros y todo tu cuerpo, roto el casi imposible equilibrio, se venció sobre mí. Te mantuve así unos instantes. Luego eché tu cabeza hacia atrás. Tus cabellos estaban humedecidos de sudor frío. Abriste los ojos desorbitados y volviste a cerrarlos. Tenías los párpados hinchados y un poco de espuma y un poco de espuma blanca en la comisura de los labios. Ahora te atendí mecánicamente. Pasé mi brazo izquierdo por debajo de tus rodillas y te levanté en peso. Estabas inerte, pero sentía llegar lenta tu respiración. Subí despacio la escalera estrecha que llevaba hasta tu cuarto y te tendí en el lecho. La respiración se hacía ahora más acompasada y segura. Te fui dsnudando con cuidado y te arropé. La gata estaba ya tranquilamente enrollada en tus pies. No sé cuanto tiempo pudo haber pasado. Se oía un pájaro fuera. ¿Un pájaro de la noche o del amanecer? En aquel lugar los pájaros no eran los mismo de la ciudad. La gata irguió de pronto las orejas; luego, abandonó la escucha y se volvió a dormir. Yo sentía llegar en oleadas el cansancio y el sueño. Toqué tu frente; ya volvía a todo tu cuerpo el calor. Habías dejado deslizar el brazo izquierdo fuera de la gruesa manta. Un brazo desnudo, largo, extremadamente delgado, cuyas venas estaban endurecidas, ásperas, encalladas, como si ellas mismas se nagaran al fin a la sistemática administración de la muerte. Entreabrí ligeramente la ventana. Ya empezaba a clarear. Se oían otros pájaros. La montaña vecina dibujaba entre la niebla su vertical silueta oscura, poderosa, tenaz.

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