miércoles, 21 de octubre de 2009
LOS TÚNELES DEL PARAÍSO.
Luciano G. Egido. Tusquets Editores, 2009. 390 páginas. 20 €.
Dado que no parece discutible que el ferrocarril ha sido uno de los pilares económicos y de desarrollo a la occidental de los tiempos modernos bien pudieran resultar extravagantes algunas justificaciones que se hicieran desde el gobierno español de finales del XIX a propósito de su necesidad. Se sabía por aquel entonces que el tren transportaba progreso a los sitios por los que pasaba, en los que paraba y desde los que iniciaba sus andaduras. Progreso es una palabra grande que siempre suena bien y, quizá por ello, se utiliza a la ligera: progreso, ahí es nada.
Los protagonistas de la última novela del Egido, que es un señor que escribe mejor que la mayoría de los que escriben, podrían perfectamente formar un coro de deshechos, de personas que fueron derechas al estropicio, que horadaban la tierra en busca de un sitio a donde caer muertos, unas veces cansados ya y otras sin saberlo. Y tantas veces a la vista, a la luz del otro lado del túnel. En nombre del progreso desafortunados lugares en los que descansar para siempre. Inapropiados.
La muerte es una cosa natural que cuesta, sin embargo, tratar con naturalidad. Sobre todo cuando uno se está muriendo, claro. Quizá sea ese momento el más importante de la vida de los mortales. Tenemos, en ese sentido, innumerables ventajes los inmortales y, también, los de mortalidad inconmensurable. Por lo largo. Ese momento, momentos también, sucede a menudo de forma inasible y se escapa con la vida misma, sin tiempo para arreglos ni adornos éticos o estéticos. A veces la gente se muere, sin más: una explosión, un derrumbe, un asesinato... Y la oscuridad se cierne sobre la conciencia, como desenchufada de la vida. ¿Que qué queda? Queda la memoria de los que fueron.
Por eso Egido los hace hablar. Es un acto de justicia. Los hace hablar vivos y también cuando están muertos. A las novelas escritas a varias voces, con varios narradores, las llaman corales. Estos padres del progreso e hijos de la mentira, miserables y busca problemas y cuartos con que comprar el vino y el sexo cutre que hacía de cada uno de los días días pasados por alguna razón, buena parte de ellos tienen un hueco en este gran libro con el que Luciano G. Egido encuentra algún tipo de justicia a propósito de la construcción del carril de hierro que uniría Salamanca y Portugal.
Con prosa plástica y castellana, rica y honesta, nuestro autor salmantino presenta un libro con principio y final necesarios en su planteamiento y en su lectura inicial: las obras de la construcción del último de los tramos, el más duro, el que ninguna sofisticada empresa extranjera quería acometer. Sin la necesidad de un principio ni de un final en su relectura. Una gozada para los sentidos esta composición de pequeños capítulos narrados por distintos personajes, tan bien contados.
El progreso al que apuntaban aquellos túneles que hombres duros procedentes de todos los lugares del país sudaron, sufrieron y murieron para aquellas obras que dieron comienzo en 1881, ese progreso prometido nunca se vería reflejado como tal en hechos reales y sólo serviría para ratificar lo hipócrita de las acciones políticas que llevan siglos ensuciando el significado de un concepto noble a cambio de la pasta. Pero a cambio, también, la historia compleja y novelada de sus protagonistas. Es un poquito duro pensarlo.
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"Mi vida es sólo una triste invención. Mi cualidad principal: que no puedo ser. Lo peor es que, de hecho, soy."
ResponderEliminarTriste invención-no puedo ser-lo peor es...
¿Tan mal te ves, Peri Lope de Vega?
¿A qué se debe eso?
Me alegro de encontrarte... de nuevo.
Me alegro de que me hayas encontrado, aunque nunca podrás verme.
ResponderEliminarY no te preocupes: soy una triste invención, pero no estoy triste todo el tiempo.
Un saludo para todos los de tu especie.
Otro para todos los libreros, libreras, invenciones tristes y alegres, alonsos, lopes y vegas.
ResponderEliminarEspero poder verte, a ti o a quien te sustenta, cuando pase por la tienda.
Un abrazo