Desapareció por la escalera la vieja a la que llamaban Celestina y nunca volví a verla. Me asomé a la habitación de la que tan agitada la vi salir hacía tan sólo un instante. Era una alcoba, pequeña y oscura. Sobre la cama una mujer desnuda. Joven, de piel blanca y pelo moreno. Te estaba esperando, me dijo. Me dijo eso que no entendía: que me estaba esperando. Pensé mientras buscaba una respuesta. Pensé que mi nacimiento podía tener sentido. También que la alcahueta había mediado entre aquella mujer que decía que me esperaba y alguien que, evidentemente, no era yo. Alguien que me conocía, que me venía empujando en una dirección concreta.
¿Usted me está viendo, señorita?, se me ocurrió preguntar. Date prisa si es que quieres saberme como te dijera la vieja: tengo hambre y estoy cansada: ¿traes preparado tu aguijón?
La vieja no me había dicho nada, o nada que comprendiera. ¿Pero usted me está viendo?, volví a preguntar, ¿me está diciendo a mi? Como no contestara decidí dar un paso al frente que me involucrara definitivamente en una realidad que, de momento, sólo atisbaba: entré en la habitación y pude percibir un olor nuevo, sentí un cosquilleo en la boca que no me molestaba, más bien al contrario: me resultaba placentero.
La mujer empezó a gritar: ¿Pero es que vas a tardar todo el día, maldito desvariado? ¿Es que no te dijo la madre que no tengo toda la mañana? Di otro paso aún, creo que excitado, pero la mujer elevaba la voz a la que me acercaba: ¿estaría loca? Quizá fuera mejor así. ¡Me pondré todas las ropas y saldré al mercado si no entras ahora mismo! Y cuando trataba de comprender cuanto me decía, algo mareado por culpa de mi estado anímico, desconocido, me sentí como atravesado mientras era, literalmente, atravesado por la espalda. Y enseguida comprendí que la pequeña calva que tuve delante de mí era la que ya conocía de aquella misma mañana: la del tipo que parí n el mercado.
Lo siguiente fueron unas nalgas prominentes que asomaban entre los rotos de la blusa amarillenta, libre después de desabrocharse el cinturón aquel hombre, más bien entrado en años. Y lo siguiente fueron las nalgas descubiertas cuando también se quitó la blusa. Atado de piernas por los pantalones que permanecían recogidos a la altura de los tobillos llegó a saltitos hasta la cama donde la mujer lo esperaba, impaciente, más por la prisa manifiesta que por el deseo carnal que podría suponerse y que creo que experimenté de forma inédita por unos momentos, antes de que todo aquello fuera a convertirse en una ausencia y un dolor largos: una contrariedad insuperable.
Me fui de allí con los primeros jadeos de la mujer, con el ruido desesperado que el hombre hacía, bajé las escaleras con algo de prisa mientras el jaleo (aún murmullo) del mercado se acercaba. Como descompuesto, agotado, sentí la necesidad de descansar, y en el hueco oscuro que la escalera formaba en el zaguán me acurruqué envuelto en preguntas raras.
Interesantísimo blog al que volveré asiduamente amigo Peri Lope, veo que aquí la imaginación es muy real. Un saludo
ResponderEliminarHola Peri Lope! Gracias por ilustrar tu texto con Mujer Acostada, me has dado una sorpresa, una satisfacción, verla allí. Por cierto escribes muy bien.
ResponderEliminarAhora tus deseos de saber sobre la realidad y la ficción te dire es un misterio. Lo real se parece mucho a la ficción y esta mucho a lo real. Creo que nos inventamos todos los días y así ponemos el mundo en marcha. Un cordial saludo, Norberto.
Bueno, Álvarez Debans, gracias a ti por pasar. Disculpa que no contestara antes, pero es que son días de fiestas locales por aquí, y ya se sabe...
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo con que la realidad la inventamos todos los días. Trataremos de ir dilucidando la cuestión, pero sin prisas. Últimamente no sufro por ello.
A ver si nos hablamos en más ocasiones. Y que sigas pintando tan bien... Saludos.