viernes, 3 de septiembre de 2010

CIENCIAS MORALES

Ciencias Morales.
Martín Kohan, 2007.

Editorial Anagrama.
218 páginas. 16 €.


Es esta la segunda novela que leo este año de Martin Kohan (y este el único año en que he leído a este autor argentino), y es el segundo libro ganador del premio Herralde de novela que reseño. Groso modo he de decir que su lectura me ha desencantado por un lado. Por otro ha confirmado para mi cierta sospecha que no tomé en cuenta en la reseña que hiciera sobre CUENTAS PENDIENTES, su última obra: que no es Martin Kohan un escritor atractivo la mayor parte del tiempo. Ya saben que no digo que sea feo.

Sus dos libros que he leído tienen en común que lo que se va contando crea expectativas necesarias para que lo justifiquen porque no tiene por sí un valor notable, más bien suficiente: un estilo bastante particular (me dice Pérez Vega que deudor del de Juan José Saer) y caracterizado por la narración omnisciente y en tiempo real, un presente estricto como de directo (los literaturados sabrán cómo se llama esto), además de cierto gusto por lo escatológico y lo sexual en términos y según circunstancias mayormente desagradables.

Se diferencian en que las expectativas en Cuentas Pendientes empiezan a ser satisfechas a partir de cierto momento, y eso es lo que da a la narración que se llevaba leída hasta entonces la mayor parte de su valor, que es reconocida entonces también por sí, como necesaria para la historia. No ocurre esto en Ciencias Morales. Puede que el lector que soy creara expectativas falsas y puede ser que no debiera crear ningún tipo de expectativa porque, después de todo, no sea Kohan autor de finales. Todo esto puede ser. No digo que no. Y puede ser que que el autor busque provocar en el lector la sensación de contrariedad, incomprensión y, finalmente, vacío que la propia protagonista, María Teresa, debe sentir según su vida se va resolviendo en el Colegio Nacional de Buenos Aires.


Mil novecientos ochenta y dos es año peculiar, importante. En Argentina van faltando ya sólo unos pocos meses para el final de la dictadura del Teniente General Videla, que gobierna en lel régimen militar desde el golpe que asestara en el setentaiseis. El final del régimen será anunciado de forma no explícita con el desastre de las Malvinas, un conflicto en el que alrededor de seiscientos jóvenes civiles murieron tras ser alistados de modo obligatorio. Otra desgracia más que sumar a las conocidas del pueblo argetino de aquellos años, mala propaganda política para un gobierno al que ya no le cabía más mala propaganda. El hermano de María Teresa, Francisco, manda postales a casa, donde la protagonista vive con su madre, en las que no escribe casi nada quizá porque no tenga nada que contar o porque lo que tenga que contar sea sólo malo. Según el destino de Francisco (paradoja) desde el que escribe va alejándose de casa, de Buenos Aires, menos palabras contienen sus mensajes que, finalmente, dejan de existir. Esta es la la trama, leve, secundaria.

En cuanto a la principal ya digo que se desarrolla en el Colegio Nacional de Buenos Aires, institución cercana en lo geofráfico a la Plaza de Mayo y, por otro lado, estrechamente ligada al régimen. María Teresa es preceptora de la décima división del tercer curso. Su labor es la de vigilar las maneras de los alumnos (que han de cumplir con la rigurosa norma: usos linguísticos, vestimenta, corte de pelo, etc...). Leemos la mente de María Teresa, lo que sucede, conocemos a través de ella a los alumnos, a los profesores, al jefe de preceptores, al prefecto... y no tardamos en comprobar que para ella es fundamental el cumplimiento escrupuloso de la tarea que se le encomienda, pues aún lleva poco tiempo y ha de ganar puntos. Al volver cada día a casa su madre es una madre argentina de 1982, y María Teresa descansa (quizá tras mirar una nueva postal de su hermano) para recuperar fuerzas, nunca le falta ánimo, para ser a la mañana una pieza más del estrafalario mecanismo de la Argentina de Videla. Pasa que es al lector a quien corresponde hacer este tipo de análisis (por lo demás intuitivo), pues la narración es ingenua como la propia protagonista.

Es precisamente el celo a la hora de cumplir con la tarea que se le encomienda lo que hace a María Teresa envolverse en algunas situaciones ridículas que van tomando el cariz de esperpénticas, y en las que se genera la duda en el lector (por lo menos en el lector que soy yo) de si hace aquellas cosas, ya he dicho que de corte escatológico, tan raras que a nadie en principio se le ocurre hacerlas por un sentido de la responsabilidad extraordinario, o por pura curiosidad, la curiosidad de alguien sujeto a una norma estricta, que no tiene libertad suficiente para conocer y actúa en ciertos medios con absoluta cegura o desde la ignorancia más patética: la de un niño que descubre sus más superficiales intimidades, a un nivel anterior, por tanto, que el de los alumnos que custodia. De hecho, a mi entender resultaba muy atractivo la relación que se establecía entre la voz narradora, que actuaba como de falsa conciencia (deber) y los deseos auténticos, motivados por la curiosidad, que se entreveían en las acciones. Pero este juego no ha quedado claro para mi: no sé si es buscado o tan sólo un aporte de mi propia subjetividad que, por tanto, no ha de valer para otros lectores.

María Teresa comenzará un día a encerrarse en el cuarto de baño de los chicos con la intención de, a escondidas, descubrir quien es el alumno o alumnos que, según ciertas sospechas, fuma en los descansos o durante las clases. Ese nuevo sistema de trabajo que la obsesionará será también caldo de cultivo para experiencias personales, conocimientos tan básicos y vagos que logran ejemplificar lo nefasto de los principios morales de un régimen tan destructivo como infantil. Este hecho se complicará con la entrada en la trama del jefe de preceptores, señor Biasutto, por medio del cual se estirarán aquellas experiencias de ella hasta lo inaceptable, nueva situación creada, de abuso, que, sin embargo, aceptará María Teresa desde la incomprensión. Aunque también desde la repulsa. Y desde la norma, cuya validez, no hay que olvidar, la da siempre los superiores.

En fin. Una buena historia que, insisto, no me ha encandilado seguramente por la manera en que se desarrolla. Avanza despacio y poco. La perspectiva del narrador es atractiva pero casi nada de lo que hace el personaje narrado me ha interesado. Es paradójico, llama la atención y, tras su análisis, resulta goloso en su manera de provocar a las conclusiones que de ello puede sacar el lector. Pero su lectura se me ha hecho monótona y desagradable en muchos pasajes que pensaba como contrapuntos a lo que estuviera por venir, y lo que llegó fue más de lo mismo. Quizá debería haber procurado mi placer en lo que ya tenía, pero es que no pude.

(Por cierto, nunca olviden picar en las imágenes)


2 comentarios:

  1. Hola:

    Ya te comenté que a mí este libro me gustó más que Cuentas pendientes.

    A mí también me desagradaron ciertos pasajes escatológicos, y al principio me cansó algo el tono imperativo de todas las frases al describir la disciplica impuesta a los alumnos del colegio. Esa mirada aparentemente extraña sobre objetos y gestos es la que apunto que me parece tomada de Saer.
    María Teresa, alma cándida, cree en esas normas del colegio (es decir, acepta el "orden" de la dictadura) e intenta destacar en un sistema corrupto, pero en ese deseo de destacar se entremezcla su propia curiosidad y cierta pulsión sexual por un alumno (del que no recuerdo el nombre), algo que percibe el lector y la narradora siempre se negaría. Esto me parece logrado. Y la corrupción del sistema le llevará a recoger el fruto de la propia imposición por la fuerza a su sexualidad. El "orden" del régimen siempre acaba sobrepasando el buen pensamiento de los sometidos.

    saludos

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  2. Hola, David.

    El chico se llama Baragli. Estoy de acuerdo en lo de la pulsión sexual hacia este chico de María Teresa. De hecho no sé si recuerdas que llega a comprar en una tienda, en la que se entretiene en descartar varios frascos, la fragancia que un día reconoce en él. Desde luego hay pasajes que merecen la pena.

    Esa misma fragancia es la que un día está segura de reconocer en una de sus "imaginarias" en los baños, aunque no puede asegurar que sea Baragli quien hace acto de presencia, pues desde su puesto no puede ver a los usuarios. Pero ciertamente la pulsión sexual de la que hablas vuelve a aparecer. Lo que pasa es que en esta última ocasión ella misma descarta la necesidad de que sea Baragli sólo por reconocer dicha fragancia y reflexiona que bien pudiera ser otro chico cualquiera, alejándose ella y alejando al propio lector de esa pulsión y volviendo a su obsesión detectivesca, devaluando de inmediato cualquiier otro tipo de interés.

    En general se puede decir que la tensión entre el deber que siente como profesional del colegio y la curiosidad (transgresora se dice en la contraportada) que le lleva a comportamientos de lo más variopintos es atractiva. Y las conclusiones que se sacan de su lectura, lo que la narración deja entrever en el plano político o humanista, también. Pero, ay amigo, es la misma narración la que no me ha convencido.

    Me pasa siempre que al reseñar las obras que leído tiendo a la benevolencia, a la confianza en el autor, que entiendo que tiene sus razones para hacer las obras a su manera. Esta benevolencia me va cogiendo terreno según pasa el tiempo, como si me costara menos recordar lo que me gustó que lo que no. Cierro un libro que no disfruté mientras lo leía, me pongo a escribir sobre ello o a discutir con un colega, y me empieza a venir a la cabeza un soniquete ya familiar que me dice que, después de todo, no estuvo mal. Maldición: yo quería ser un tipo duro y arrogante, pero no me sale.

    Saludos, David.

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