domingo, 14 de octubre de 2012

Zama.

Antonio Di Benedetto, 1956.
El Aleph editores, 2011.

230 páginas (de 500).

Pvp (de la trilogía), 25 €.


Por fin decidí acercarme a Di Benedetto y he empezado a leer su Trilogía del Silencio, de la que reseñaré cada una de sus novelas. Antonio Di Benedetto (Mendoza, 1922 - Buenos Aires, 1986) es uno de esos escritores tan reputados como alejados del circuito más comercial. La primera vez que supe de él fue en un comentario que David Pérez Vega hizo en mi entrada sobre un libro de relatos de Roberto Bolaño: Llamadas telefónicas. Precisamente el cuento que abría el libro, Sensini, relataba la relación epistolar que su protagonista mantenía con el tal Sensini a raíz de coincidir en un concurso literario de provincias español. En aquella ficción Sensini era un autor argentino reputado que, por lo que comentó Pérez Vega y según me encontré después en declaraciones del propio Bolaño, estaba basado, precisamente, en Antonio Di Benedetto. El protagonista -en quien ha de verse al chileno- se preocupaba por la situación de un escritor que consideraba de máximo nivel en horas bajas -peores de lo que pudiera imaginar- e iniciaba correspondencia con él. Es la manera en la que Bolaño homenajea a este escritor al que admiraba. Si quieren saber algo más pueden ir directamente al blog Desde La Ciudad Sin Cines, donde se dan más datos interesantes, tanto del autor como de la novela.

Bien, la que se ha reunido con el título de Trilogía del Silencio, está compuesta por tres obras: Zama (1956), El Silenciero (1964) y Los Suicidas (1969). Cuando escriba la última entrada trataré de escribir también unas líneas que traten el sentido que las une desde mi punto de vista, aunque hay que hacer constatar que inevitablemente habré de referirme a lo que sobre ello dice  en el prólogo de Juan José Saer. Hoy hablamos de Zama, que es a lo que vinimos.

Mucho se habla del estilo que Di Benedetto tuvo, del que se destaca su originalidad, su precisión. He sentido lo mismo -quizá influido-, y además, sobre todo al inicio, me ha parecido poético, bien cierto es que no recargado sino justo lo contrario. Antonio Di Benedetto no utiliza una palabra de más, pero profundiza en el relato y consigue así un ritmo especialmente ligero. Puede ser que eso me parezca poético, me refiero a la cadencia que consigue. Bien cierto es que a veces me ha costado seguirlo, porque sintácticamente es complejo y , a veces, busca la ambigüedad. Ahí se hace necesaria la relectura y esta resulta satisfactoria, como cuando aún en el primer párrafo del libro habla del mono muerto que ve flotando en el río (De la Plata) sobre el que está construido el muelle en el que espera noticias que lleguen en barco (1).

Además, la imagen del mono le sirve para retratar su situación, la que relata en la novela, la del doctor Don Diego de Zama, "(...) el enérgico, el ejecutivo, el pacificador de indios, el que hizo justicia sin emplear la espada. Zama, el que dominó la rebelión indígena sin gasto de sangre española, ganó honores del monarca y respeto de los vencidos." Ahora asesor letrado en una ciudad del Virreinata del Río de la Plata, cerca de Buenos Aires, lleva tiempo esperando un destino más favorable, una ciudad mayor donde pueda asentarse con su mujer española, Marta, y vivir con cierta comodidad. La historia que empieza en 1790 y termina en 1799, inmediatamente después a las últimas flotas de indias, es la del español que vive en primera persona el final de tan magnánime operación económica, cumpliendo con una función hueca, que de por si consiste en esperar una remuneración que no tiene sentido,  y a la espera de que su suerte cambie. Espera en los momentos en los que la espera sucumbe a la ansiedad y, en definitiva, espera todo el tiempo.

He dicho que la historia transcurre entre el noventa y el noventainueve del siglo XVIII pero, en realidad, la novela narra algunos sucesos transcurridos, más concretamente, en los años 1790, 1794 y 1799, estructurando así la novela en tres partes.

Quizá sea en la primera, 1790, más explícito que en las otras dos, el insatisfecho deseo sexual, aunque este está presente durante toda la novela: "Yo ahí, sin unos labios para mis labios, en un país que infinidad de francesas y rusas, que infinidad de personas en el mundo jamás oyeron mentar; yo ahí, consumido por la necesidad de amar, sin que millones y millones de mujeres y de hombres como yo pudiesen imaginar que yo vivía, que había un tal Diego de Zama, o un hombre sin nombre con manos poderosas para capturar la cabeza de una muchacha y morderla hasta hacerle sangre." Así, Luciana, "la dama que más ventilaba sus vestidos" es en esta parte uno de los principales personajes  en la solitaria vida de Zama. Junto al deseo sexual su frustración y la descarga contra otros, como el desventurado Ventura Prieto, quien paga buena parte de sus males... y, en definitiva, la culpa se mezcla con el sentimiento de abandono. Pero, siempre, la referencia real, el verdadero anhelo de volver con Marta, de leer sus mensajes, que tampoco llegan.

En 1794 algunas cosas han cambiado. Por ejemplo, Zama tiene un hijo con una española llamada Emillia del que hace una descripción detallada en las primeras páginas. Además, esta segunda parte se inicia con una declaración de intenciones que es, en realidad, justificación retórica, con la que se inicia este segundo capítulo, al igual que sucedía al comienzo de la primera parte, comparación con su situación (2). En realidad la relación de Zama con su hijo es inexistente y la que mantiene con Emilia humillante, pues entre las otras cosas que han cambiado en su vida una de las más importantes es que carece de dinero y, cada vez más, de buena reputación.  Es en estas condiciones como conoce a su nuevo secretario Emilio Fernández, escritor además de administrativo, que también ayuda a mantenerle, como logra comer todos los días en casa del posadero, al que debe, y como logra instalarse casi por puro milagro en casa de Ignacio Soledo, lugar misterioso en el que sus deseos carnales vuelven a cobrar especial importancia y donde lo onírico se mezcla con la vigilia de manera indiscernible. Pero los momentos de mayor nitidez los reserva para recordar a Marta, para recordar que la espera aún.

1799, la última parte, se inicia (3) con una presentación del forajido Vicuña Porto, en una suerte de descripción poética que da muestra de su capacidad narrativa y con la que, una vez más, el protagonista se sitúa ante el lector. Él es en realidad una suerte de Vicuña Porto, del que nunca se sabe si va o viene, como el mono con el que se inicia la novela y como el dios creador  a quien nadie puede ver. Pero es que este Vicuña, que es hombre a quien nadie conoce, es conocido por Zama  cuando el ahora fuera de la ley fue corregidor. De la relación entre ambos sabemos en la primera parte. Así es como Zama pasa a formar parte de un destacamento de la legión que sale a darle caza, como vuelta a los viejos tiempos en los que guerreaba. También esta búsqueda que es viaje violento y de tintes muy oscuros se convierte pronto en espera: "Me pregunté, no por qué vivía, sino por qué había vivido. Supuse que por la espera y quise saber si aún esperaba algo. Me pareció que sí". Al final Marta vuelve a presentarse como razón última, quizás sólo  consuelo.

En definitva he realizado una de las mejores lecturas de lo que va de año. En los próximos días reseñaré "El Silenciero", del que espero disfrutar tanto como con esta primera parte de la Trilogía de la Espera. Es, desde luego, este Di Benedetto autor mayúsculo que hubiera merecido mayor reconocimiento. La impresión que me ha dado mientras lo leía es que quizá el estilo -que efectivamente al poco recompensa de sobra- es suficientemente original como para perder a muchos lectores no muy pacientes. Una suerte que, como hacía desear Pérez Vega en su reseña, Di Benedetto está siendo recuperado en España con cierta seriedad.



En el original

(1) Sali de la ciudad, ribera abajo, al encuentro solitario del barco que aguardaba, sin saber cuando vendría.
Llegué hasta el muelle viejo, esa construcción inexplicable, puesto que la ciudad y su puerto siempre estuvieron donde están, un cuarto de legua arriba.
Entreverada entre sus palos, se menea la porción de agua del río que entre ellos recae.
Con su pequeña ola y sus remolinos sin salida, iba y venía, con precisión, un mono muerto, todavía completo y no descompuesto. El agua, ante el bosque, fue siempre una invitación al viaje, que él no hizo hasta no ser mono, sino cadáver de mono. El agua quería llevárselo y lo llevaba, pero se le enredó entre los palos del muelle decrépito y ahí estaba él, por irse y por no, ahí estábamos.
Ahí estábamos, por irnos y por no.

(2) Me remontaba la idea de un dios creador. Un espíritu que no hacía pie en nada, capaz de establecer las leyes del equilibrio, la gravedad y el movimiento. Pero su universo era una rotación de bolillas, mayores o menores, opacas o luminosas, en un espacio preciso, como recortado por el alcance de una mirada, en el cual el sonido resultaba inconcebible.
Entonces, por mis necesidades, el dios creador tomaba la figura de un hombre, que no podía ser verdaderamente un hombre, porque era un dios, ajeno y remoto. Un anciano de melena y barbas blancas, sentado en una roca, que contemplaba con cansancio el universo mudo.
Sus cabellos eran de siempre blancos. Había nacido anciano y no podía morir. Su soledad era atroz. Aciaga.
Como un dios no puede crear dioses, pensó crear al hombre, para que éste los creara.
Creó entonces la vida. Pero antes de crear al hombre, hizo las culebras, los gérmenes de la peste y las moscas, dio fuego a los volcanes y removió el agua de los mares. Precisaba extirpar el tormento y una cuerta cólera que la soledad había puesto en su corazón.
Después realizó una obra de amor: el hombre, y lo rodeó de bienes.
Pero el dios fracasó, porque el hombre creó multitud de dioses que no miraban bien al primero y no sólo se repartieron el universo, sino que algunos de ellos impusieron hegemonías. El mayor fracaso del dios consistió en que podía ver, pero el hombre no podía verlo a él, no podía devolverle ninguna de sus miradas enternecidas de padre.
El dios se quedó solo e irritado. Dejó que los frutos del bien se multiplicaran por sí mismos o por obra del hombre; mas no eliminó los males y desde entonces, para manifestar su presencia, se complacía en agitarlos, ora aquí, ora allá. Otros dioses advenedizos le ayudaban.

(3) Vicuña Porto era como el río, pues con las lluvias crecía.
Cuando las aguas del cielo tórrido se derramaban sobre la tierra, se hinchaba la lengua de la corriente, mientras Vicuña Porto escapaba de aquellos suelos asiduamente mojados.
Entonces, si una vaca se perdía, culpa se echaba al río, el lamedor de la gula incesante, y si un mercader moría, en la cama, destripado, ya la culpa era de Porto.
Con cada año -e iban dos- Vicuña Porto aumentaba: era un hombre numeroso y la ciudad le temía.
Temerosa vivía de él, mas sin alzar el garrote, hasta que vino el incendio y tomó una cuadra y dos y tres, y cada cual escuchaba abrasarse aquellos palos tal y como si fueran sus huesos.
La ciudad se decidió y quiso cazar a Vicuña.
pero unos decían que era el tiempo de su llegada y otros el tiempo de su partida, y nadie podía decir si estaba o no en la ciudad; se dio inútil batida en ella y luego se puso en pie una columna de guerra, contra Vicuña y su gente, para alcanzarlo en su guarida y para su muerte alcanzar.


5 comentarios:

  1. Hola Peri:

    Me alegro de que te haya gustado este libro. Para mí el rescate de El Aleph está más que justificado.
    El año que viene se va a rodar en Argentina una película sobre Zama: iba a decir que quizás esto contribuya a la difusión de este autor, pero en realidad imagino que la película pasará tan desapercibida para el público español como el libro.

    Yo compré hace no mucho "Sombras, nada más" que es la última novela de Di Benedetto. Espero ponerme pronto con ella.

    Gracias por el enlace y por citarme.

    saludos

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  2. año de su muerte es 1986!!!

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  3. Gracias anónimo. Ya corrijo la errata.

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  4. Hola, Peri, me alegra encontrarte en este blog. Tu parón en sin trama ni final me tenía inquieto, pero , claro tienes esta otra bitácora. Acabo de comenzar a leer esta entrada y me ha encantado saber que podré „reencontrar“ a Sensini en el mejor sitio posible: en uno de sus libros. Gracias y un saludo desde este Berlín otoñal

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  5. Pues nada, encantado de poder saludarte de nuevo, La Lengua Salvada. Se agradece el eufemismo "parón", en Sin Trama y Sin Final, es como un voto de confianza.

    Estoy leyendo ahora el último libro de la trilogía para en los próximos días publicar las dos entradas que pretendía este año. Es un gran descubrimiento, aunque tengo la sensación de que me queda un poquito grande, de que cuenta más de lo que capto.

    Un saludo pucelano.

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