lunes, 25 de marzo de 2013

35 muertos

N º 55


Sergio Álvarez nació en Bogotá en 1965. Esta que presento es su tercera novela, tras La Lectora (Alfaguara, 2004) y Mapaná (2001), aunque creo que esta última está descatalogada. El caso es que hace ya algunos días que 35 Muertos llegó a la tienda y enseguida llamó mi atención: treinta y cinco años brutales reconstruidos por un narrador que hace lo que no debe y que siempre está en el lugar equivocado. Este viaje desbocado por Colombia, por sus rutas físicas y vitales, es una cautivadora excursión literaria y también una nueva prueba de que en América Latina siguen triunfando la fiesta, la violencia, el exilio y el olvido. O eso nos dicen en la contraportada, punto por punto. Cuenta con el apoyo explícito de Vidal Folch y un periódico alemán importante, pues en dicho país se puede leer su versión traducida. Les dejo las dos primeras páginas:

Sergio Álvarez, 2011.
Alfaguara, 2013.

486 páginas.
19, 50 €.



ese muerto no lo cargo yo, 
que lo cargue el que lo mató...

Botones cometió el último crimen nueve meses después de muerto; mientras vivió y anduvo suelto por Colombia asesinó a trescientos veinticuatro ingenuos que tuvieron la mala suerte o el atrevimiento de cruzarse con la rabia, las ambiciones o las armas que el bandolero siempre escondió bajo la ropa. Como todo buen asesino, Botones siguió matando mientras se pudría en el cementerio. No tuvo que gastar una bala más, ni apuñalar a otra víctima ni forzar las muñecas para ahorcar al condenado. Le bastó con mi humilde ayuda. Fui yo, güevón desde antes de nacer, quien rasgó las carnes de la parturienta y dio origen a la hemorragia que añadió otra muerte al listado de crímenes cometido por este ex cabo del ejército. El bandolero se había echado un polvazo con Cándida, había convertido el orgasmo en siesta y se había despertado nostálgico y con ganas de oír a Javier Solís. Ponía la aguja sobre el acetato, cuando el instinto de matón le alertó que lo rodeaba un silencio peligroso. ¡Cándida!, gritó Botones, y al ver que la mujer se había ido, recordó la devoción con la que lo había amado y se sintió aún más intranquilo. Se asomó a la ventana, revisó la calle y, a pesar de la soledad y el silencio, pudo ver el casco de uno de los miles de soldados que el ejército había desplegado para cercarlo. ¡Perra traidora!, escupió Botones, se puso los pantalones y corrió a inspeccionar la casa. Al llegar al patio trasero, el instinto de matón lo volvió a proteger y, en vez de salir, asomó el sombrero y casi vio rebotar contra las baldosas la bala que agujereó el fieltro. No había ruta de escape. Botones regresó al interior, les avisó a Víctor y a Emma, el matrimonio que lo acompañaba, del cerco de los militares, les aconsejó que se escondieran los hijos y les ordenó que, si alguien golpeaba la puerta, abrieran rápido y actuaran con normalidad. Y si preguntan por mí, dicen que no me conocen, que nunca me han visto, añadió con la sonrisa fría con la que solía acompañar las órdenes. El bandolero regresó al cuarto, agarro la ametralladora, se acurrucó en un rincón e intentó acallar la tos que también lo perseguía. Había escapado de cercos idénticos  y pensó que si lograba contener el primer asalto, podría resistir hasta la noche y aprovechar la oscuridad para huir. Corría junio de 1965, Bogotá había dejado de ser un pueblo apagado por el frío y la llovizna para convertirse en una ciudad bulliciosa y colorida gracias a las ilusiones que buscaban en las calles los miles de desplazados de la última oleada de violencia. No había industria, comercio ni carros, los tugurios aún no se habían tragado la sabana y la ciudad crecía protegida por el verdor de unos cerros donde el sol jugueteaba con los mismos tonos verdes que teñían los uniformes de los militares. Alirio Beltrán, entréguese y a cambio se le respetará la vida, anunció en la calle una voz militar amplificada por un megáfono. Botones no contestó, sabía que el ejército lo tenía condenado a muerte y que la oferta era tan sólo una manera más de decirle que esta vez no lo iban a dejar escapar, que por fin iban a librarse de él.

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