lunes, 18 de marzo de 2013

A sangre y fuego.

Manuel Chaves Nogales, 1937.
Libros del Asteroide, 2011.

296 páginas.
Pvp 17, 95 €.

Creo que no esperaba menos porque esperaba algo realmente bueno. Seguramente no sabía qué iba a leer exactamente y en ese sentido este libro de relatos de La Guerra Civil me ha sorprendido y aún ha sobrepasado mis expectativas. Una palabra ha acudido constantemente a mi cabeza mientras leía estas historias de héroes, bestias y mártires de España: humanismo. Manuel Chaves Nogales (Sevilla, 1897 - Londres, 1944) hace un ejercicio de ecuanimidad que se echa de menos en muchos reputados y afamados periodistas de 2013 cuando escriben o hablan sobre aquellos años, y cuyo atrincheramiento de hoy sobrecoge cuando uno tiene la oportunidad de leer a un periodista coetáneo de los hechos terribles y vergonzosos de nuestra guerra civil.

A Sangre Y Fuego está compuesto por nueve relatos de ficción cuyo realismo los hace desgarradores y que están escritos, según cuenta la introductora María Isabel Cintas, en 1936, entre los últimos días que el escritor pasó en España y los primeros que estuvo en el exilio, francés al principio. Estas historias deben de estar escritas a partir de vivencias propias en España y es por eso que tienen el sabor -amargo- de lo inmediato, del matiz de quien sabe de qué habla y que ahonda en la curiosidad y la paradoja, tan crueles aquellos días de guerra.

Otro de los valores principales de la obra es su templanza, lo cual es cuestion de mérito precisamente dada la cercanía de lo retratado pero, sobre todo, es eficaz, el mejor tono posible porque deja que los hechos se presenten crudos. No hablo de frialdad ni de relato analítico, hablo de la comprensión que Chaves Nogales hace de los personajes, de los milicianos heróicos y de los sindicalistas vengativos, de los fascistas convencidos y de los burgueses que se vieron defendiendo sus vidas y las de sus familias. Comprende las motivaciones de cada uno y a ninguno justifica en sus acciones, eso es lo dramático de estos relatos, que en ellos se mezclan necesidad y tropelía.

Y, por supuesto, íntimamente unido a su templanza va el estilo narrativo, directo y descriptivo a partes iguales, detallista pero libre de ornamentos, digamos que limpio y clarificador, cualidades que para mi trascienden al periodista y lo colocan a la altura de los buenos literatos. Para muestra dejo algunos pasajes que sirvan para completar esta entrada, la que concierne a un libro que varios días después de acabado aún me tiene boquiabierto.





En el original.


(1). De Y a lo lejos, una lucecita.

Muerto de sueño volvió Pedro al cuartelillo para cenar y echarse a dormir hasta el alba. Ocupaba el cuartelillo la planta baja de un soberbio palacio en el que, bajo el control de la Federación Anarquista Ibérica (FAI), se había instalado un ateneo libertario con sus cocinas populares y su cuerpo de guardia, que, no se sabe por qué, son las piezas fundamentales en todo ateneo anarquista. Los vastos salones de palacio, cubiertos de ricos tapices, servían ahora de albergue a una oscura masa de familias aldeanas fugitivas de los pueblos invadidos por las tropas rebeldes. Sobre las gruesas alfombras de nudo habían colocado sus sucios petates, sus cacharros de cocina, sus enjalmas y aperos, y allí hacían su vida disparatada de tribu trashumante acampada después de atravesar el desierto de la guerra en un fantástico oasis de las mil y una noches en el que había arañas monumentales, viejos relojes de bronce y doradas cornucopias, pero no había un rinconcito donde encender un buen fuego de retamas o un braserillo, ni un regato donde lavar la ropa. Estupefactas, sin atreverse a nada, con el pañuelo negro sobre la cabeza y los brazos sarmentosos cruzados sobre el vientre, aquellas mujerucas aldeanas se pasaban las horas muertas plantadas en medio de los salones mientras los niños lloriqueaban y se orinaban en las alfombras con gran envidia de sus madres, que de buena gana lo harían también si se atreviesen. Los milicianos anarquistas que las habían llevado a aquel palacio cumpliendo así un acto típicamente revolucionario, las arreaban de un lado para otro con malos modales y empezaban a pensar que aquellas mujeres estarían mejor y más a su gusto en el patio de una posada que en el salón de un palacio. Pero la revolución tiene sus inevitables puerilidades.


 
(2) De La gesta de los caballistas.

(...) Cuando no quedó un ser vivo en el á,bito de la plaza y los caballistas que se habían salvado estuvieron atrincherados y en condiciones de impedir momentáneamente cualquier intento de asalto a la casa del ayuntamiento, vieron que del bizarro escuadrón sólo quedaban dos decenas de hombres válidos y ocho o diez heridos. Los demás habían muerto o andaban huidos por el campo. Refugiadas en los sótanos del caserón, encontraron los fugitivos a cinco o seis mujeres y ocho o diez chiquillos que se encontraban dentro al hacer su irrupción los caballistas y que quedaron en rehenes al ser arrollados y expulsados los rojos. Estos seguían disparando, pero ya los hombres del marqués estaban a cubierto. La casa del ayuntamiento era sólida, estaba aislada y podía intentarse la resistencia durante algunas horas. Se improvisaon parapetos y troneras, se distribuyeron estratégicamente los hombres y se pudo hacer frente a la situación con cierta esperanza. Si podían resistir dos o tres horas, darían tiempo a que llegasen los moros y el Tercio, que los salvarían.

Los rojos, que seguramente lo comprendían así, arreciaban en el ataque. Pronto advirtieron los caballistas que un asalto en toda regla a su improvisado reducto se estaba preparando. Hubo unos minutos de aterradora calma. Aquella pausa sirvió para que los rojos hiciesen a los sitiados una intimación formal a que se rindiesen. El señorito Rafael oyó que le llamaban por su nombre desde el interior de una casa inmediata a la del ayuntamiento. Pegado al muro junto a una ventana convertida en aspillera, contestó:

- Aquí está Rafael. ¿Quién le llama?
- Soy yo, Julián el Maestrito, quien le habla -replicaron del otro lado.
- ¿Qué quieres?
- Que convenzas a tu gente de que debe rendirse.
- ¿Te has olvidado de quién soy yo y de cuál es mi casta? ¿Mo me llamaste siempre "eñ señorito"? Un señorito no se rinde.
- ¡Cochinos señoritos! Ya podéis rendiros si no queréis morir todos como perros. Se han cabado los señoritos.
- Antes os rendiréis vovotros, cobardes. No tardarán dos horas en venir en nuestro auxilio las tropas de Sevilla. Huid pronto si no queréis que os machaquen.
- En dos horas nuestros dinamiteros volarán la casa con todos vosotros dentro.
- Volarán también las mujeres y los niños que hemos cogido aquí.
- Pegaremos fuego al edificio y cuando salgáis huyendo de la quema os cazaremos a tiros.
- Llevaremos por delante a vuestras mujeres y a vuestros hijos para que nos sirvan de parapetos.

Hubo un momento de terrible silencio. Los dos hombres sintieron miedo de sus propias palabras.

- Tú no harás eso, Rafael. No tienes corazón para hacer esa infamia -dijo al cabo de un rato el Maestrito.
- Ni tú volarás la casa con dinamita, Julián -afirmó Rafael.
- ¿Todo está dicho entonces?
- Todo está dicho.



(3) De Los guerreros marroquíes.

- Paisa, por Dios Grande, no tirar. Yo estar rojo.

Con los brazos en alto, las manos abiertas, una pierna tinta en sangre y las verdes pupilas dilatadas por el espanto, Mohamed se rendía. Había arrojado el fusil al suelo en señal de sumisión y, colocado delante del peñasco tras el que estuvo defendiéndose, esperaba a que fuesen a capturarle. Los rojos, venteando una añagaza del moro, no se decidían a salir a cuerpo limpio y seguían tiroteándole desde los lugares protegidos en que se habían atrincherado para cercarle. De vez en cuando, el chasquido de una bala arrancaba una una lasca al peñasco donde destacaba la silueta estirada de Mohamed, cada vez más maravillado de que después de tanto tirarle no le hubiesen dado todavía.

- No tirar -gritaba con voz angustiada-. Yo estar rojo; yo estar república.

Los rojos, desde su sus parapetos, seguían tirando al balnco sobre él. Pero no le daban. Mohamed, estupefacto al ver que las balas pasaban junto a su cabeza sin herirle, empezó a sentir cierto desprecio por aquellos torpes tiradores. Estaba seguro de que él no hubiese marrado al primer golpe. Y tan desdeñoso concepto formó de ellos, que pensó en coger otra vez el fusil y seguir luchando, seguro de vencer a tan incapaces guerreros. Uno de ellos pareció decidirse al fin a echar el cuerpo fuera del parapeto.

- ¡Ríndete!- le repetían.

Mohamed, que se había rendido hacía mucho tiempo, no se explicaba aquel miedo y aquellas precauciones excesivas de cuatro hombres armados contra uno solo, herido e inerme. Cuando vio en torno a él a los cuatro milicianos, que todavía no osaban acercársele, y consideró la menguada estatura que tenían y las viejas escopetas de que estaban armados, sintió por ellos un infinito desprecio desde el fondo de su alma de guerreo africano y, olvidándose de su pierna inútil, atravesada ya por un balazo, se resolvió a emprender de nuevo la lucha.

2 comentarios:

  1. Gracias por dar a conocer (o recordar)a Chávez Nogales. Recientemente he leído otra obra suya (Bajo el signo de la esvástica) y me ha parecido muy bueno con un toque tal vez más objetivo que otros maravillosos cronistas de la época como Xammar o Camba.
    Un saludo desde Berlín enterrado en nieve

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  2. Hola, compa, gracias por pasar. Me alegra que también te interese este autor y apunto los nombres de Xammar y de Camba.

    Espero que os repartan pajitas para respirar. Por aquí -y me refiero a la zona pucelana- apenas han caído algunos copos en este invierno que aunque templado está apurando y de momento no da su brazo a torcer.

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