viernes, 12 de abril de 2013

El sueño del retorno

Nº 57.

Horacio Castellanos Moya, hondureño haciedo en Tegucigalpa en 1957 aunque criado en El Salvador, es autor de diez novelas. Esta que presentamos ha llegado a la librería como novedad acompañada de El Arma en El Hombre (2001), en su edición Maxi, que es la pequeña, la barata. De entre sus otros títulos disponibles me viene a la cabeza una novela de 2006 titulada Desmoronamiento. Como siempre dejamos el inicio de la obra en la que nos hemos fijado hoy, la historia de Erasmo Aragón, que vive y trabaja en México como periodista y que está a punto de viajar a El Salvador para participar de un proyecto que le ilusiona -transcribo la contraportada- dado que las conversaciones entre el Gobierno y la guerrilla presagian una paz cercana. Erasmo busca también en ese retorno al que considera su país natal una vía de escape a su cada vez más tormentosa relación con Eva, con quien tiene una hija. Antes de partir, acude desesperado a la consulta del doctor Alvarado con la esperanza de que pueda aliviarle unos terribles dolores hepáticos -en la contra dice estomacales, pero eso no puede ser-. El médico lo somete a varias sesiones de hipnosis para liberarlo del estrés que le provoca su dolencia. Pero el bienestar que al principio le causan las sesiones se convierte en obsesión, pues no recuerda nada de lo que puede haberle revelado al doctor, y porque de pronto revive trágicos episodios de su vida.


Horacio Castellanos Moya, 2013.
Tusquets, 2013.
186 páginas.
15 €.


Sólo después de cinco días de abstinencia sin que el dolor en mi hígado menguara decidí por fin pedirle una cita a don Chente Alvarado, un médico que me había recomendado el Muñecón tiempo atrás y a quien yo no había recurrido, dada mi esperanza de que mi médico favorito respondiera a las llamadas que yo le había venido haciendo a lo largo de la semana, sin que nadie levantara la bocina del otro lado, lo que me hizo suponer que él y su secretaria se habían tomado vacaciones. Sólo hasta que una mujer contestó el teléfono y me dijo que ése ya no era el consultor del doctor Molins, que el doctor Molins de hecho ya  no tenía consultorio pues había regresado a su Cataluña natal dos meses atrás -lo que provocó que el dolor en el hígado se me fuera de las manos con el consiguiente pavor de ser ingresado a un hospital, tan mal me sentía-, sólo entonces llamé apresuradamente al Muñecón para que me diera el número de don Chente Alvarado, con quien presto me comuniqué para pedirle una cita de emergencia.

Con todos los prejuicios del mundo me dirigí esa tarde al edificio donde vivía don Chente en la calle San Lorenzo  de la colonia Del Valle, dado que yo lo consideraba un médico alópata que me intoxicaría de químicos a la menor provocación y que sin duda me cobraría un ojo de la cara por la consulta, habida cuenta de que, según la información proporcionada por el Muñecón, don Chente había sido uno de los médicos más cotizados entre los ricos salvadoreños durante el periodo anterior a la guerra civil y había tenido que salir al exilio por la imprudencia de atreverse a atender a un herido que resultó ser guerrillero.

Lamentaba to la súplica partida de Pico Molina, seguro de que jamás volvería a tener un médico como ése, un homeópata que me había abierto los ojos a la trampa de la medicina y que me atendía siempre como último paciente de la noche, cuando ya no quedaba nadie más, ni la secretaria, y se podía tomar todo el tiempo del mundo para escuchar mis lamentos y enseguida dirigir la conversación hacia la política mexicana, de la que le encantaba hablar con el mayor de los desprecios, aprovechándose además de mi condición de periodista para extraerme los últimos chismes que circulaban por las redacciones, los que por supuesto yo le revelaba con entusiasmo, atizando su ávida curiosidad y su sed de analizar la estupidez humana. Un encanto el tal Pico Molins, que nunca me cobró una sola consulta, desde que llegué la primera vez recomendado por un colega periodista que le hizo saber la indigencia que yo padecía como consecuencia de tener que vivir en un país ajeno para evitar que mis connacionales me destazaran, como a tantos otros les había acontecido.

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