sábado, 14 de marzo de 2015

Nº 87

Me recomendó Esther Pérez Arribas a este actor japonés nacido en Kobe en 1933 y que inició la parte más sustanciosa de su carrera con Peter Brook en 1970. Varios montajes con la compañía de este y una ya larga trayectoria con la suya propia hacen de él una referencia en el mundo de la escena, conocedor del teatro europeo y del oriental. Como escritor  pedagógico en España se han publicado también los libros UN ACTOR A LA DERIVA (Ñaque, 2006) y LOS TRUCOS DEL ACTOR (Alba, 2010). El actor como vehículo que debe desaparecer para que la escena cobre movimiento es el tema principal de este libro prologado por el propio Peter Brook y Lorma Marshall. Transcribo la introducción de Oida al completo.

Yoshi Oida, 1997
Alba Editorial, 2010.

216 páginas.
18 €.



Cuando yo era niño, las películas Ninja eran muy populares en Jaón, y estaban destinadas especialmente a los niños. Como a muchos de mis amigos, estas películas me encantaban e íbamos a verlas muy a menudo.
Uno de los atractivos de estas películas infantiles era el poder "mágico" que tenía el personaje principal. Los guerreros ninja podían deslizarse por peñascos escarpados o gatear boca abajo por los techos. Caminar sobre el agua o hacerse invisibles cuando querían. Su entrenamiento secreto les daba capacidad para hacer cosas muy peligrosas, como colarse en el campo del enemigo para espiar, o sortear las protecciones de un castillo y liberar a sus amigos cautivos.
En el Japón medieval existían guerreros Ninja, aunque sus "poderes" no eran mágicos. Había luchadores que se especializaban en espionaje, infiltración o sabotaje, mediante trampas y técnicas poco comunes que les permitían hacer cosas aparentemente imposibles. Por ejemplo, cuando escalaban una pared llevaban libros atados a las manos y para andar sobre el agua se calzaban unos pequeños zapatos hinchables. Vestían ropa negra como forma de camuflaje y lanzaban polvos a los ojos del enemigo cuando querían hacerlo desaparecer. Aprender a dominar estas técnicas suponía años de entrenamiento.
Como es natural, estas explicaciones lógicas de los acontecimientos nunca se mostraban en las películas. Con la ayuda de los efectos especiales, los Ninja eran sobrehumanos y mágicos, y estaban dotados de unos poderes extraordinarios, capaces de aparecer y desaparecer a voluntad. Y eran increíblemente atractivos para el público infantil.
Incluso antes de ir a la escuela yo estaba fascinado por estas películas y le decía a mi madre que quería convertirme en Ninja. En concreto, quería aprender a desaparecer por arte de magia. No dejé de insistir en esta idea hasta que a mi madre se le ocurrió una solución. Fabricó un saco con una tela negra  y al dármelo me dijo: "¡Este es un Ninja mágico y secreto!".
Rápidamente me cubrí el cuerpo con el saco y me agaché. Mi madre exclamó: "¡Dónde está Yoshi? ¿Ha desaparecido?"
Yo estaba encantado de poder hacerme invisible  y pensé: "Por fin soy Ninja".
Después retiré la tela y volví a "aparecer repentinamente". Mi madre volvió a exclamar: "¡Oh, Yoshi! ¡Estás aquí! ¿Dónde estabas? ¡No te veía!"
Y seguimos jugando al saco Ninja durante un tiempo.
Unas semanas después, una amiga de mi madre vino a casa de visita. Me escondí corriendo dentro del saco mágico Ninja y mi madre, como de costumbre, exclamó: "¡Yoshi ha desaparecido! ¿Dónde estará?".
Su amiga señaló el saco. "Está aquí dentro."
En aquel momento entendí lo que ocurría y me puse a llorar y a gritar: "¡Este Ninja mágico es un saco de basura!". 
Y así abandoné el sueño de convertirme en un Ninja.

El siguiente episodio fue el de las pelucas y el maquillaje.
En las celebraciones especiales que tienen lugar en los santuarios Shinto se instalan una serie de puestos donde venden todo tipo de productos a los participantes, entre los que se incluyen máscaras y pelucas para niños, muy sencillas. Como es natural, yo estaba fascinado por ellas y le pedí a mi madre que me comprar una peluca de samurái de papel y un poco de tinta negra que utilicé para dibujarme unas cejas tiesas e intensas sobre los ojos. Para causar una impresión de héroe valiente añadí una barba y un bigote. También me probé una peluca de papel de "geisha" y me apliqué los cosméticos de mi madre. Me restregué la cara con polvos blancos hasta resultar irreconocible. Eso causó un gran impacto.
Después, seguí insistiendo a mi madre para que me comprara unas máscaras de plástico, o tal vez más sencillas, esas de papel que también vendían en los templos. Hurgué en los armarios de mis padres en busca de ropa. Y con mis pelucas, mis máscaras y mis trajes, me vestí de cientos de personajes diferentes: un señor, un samurái valeroso, una geisha muy bella pero trágica, y otros más. Paseaba durante horas arriba y abajo delante de un espejo jugando a hacer de diferentes personajes.
Ahora veo que las pelucas y el maquillaje que utilizaba eran sencillamente diferentes versiones de aquel saco negro que mi madre fabricó para mí. Eran maneras de desaparecer. Maneras de esconderme. De desaparecer delante de las personas, en lugar de actuar para ellas. 
Evidentemente, yo no era "invisible" de verdad, pero el "yo" que el público veía no era mi "yo" real. Mediante maquillaje y máscaras "me volvía" invisible.
Dado que prefería ser "invisible", ¿por qué demonios escogí ser actor, alguien que debe mostrarse en público? Me he hecho esa pregunta mil veces y ahora, poco a poco, empiezo a entender por qué.
Para mí actuar no es mostrar presencia ni desplegar técnica, sino algo así como descubrir, mediante la actuación "algo más", algo que el público no encuentra en la vida cotidiana. El actor no lo demuestra. Porque no es algo físicamente visible, pero a través del compromiso de la imaginación del espectador, aparecerá "algo más" en su mente. 
Para que esto ocurra, el público debe ignorar totalmente lo que el actor está haciendo. Los espectadores deben ser capaces de olvidar al actor. El actor debe desaparecer.
En el teatro Kabuki, hay un gesto que indica "mirar a la luna", mediante el que el actor señala el cielo con su dedo índice. Un actor, uno de gran talento, realizó este gesto con gracia y elegancia. El público pensó: "¡Oh, qué movimiento tan bello!". Gozaron de la belleza de su actuación y de su destreza técnica. 
Otro actor hizo el mismo gesto: señaló a la luna. El público no percibió si lo hacía con elegancia o sin elegancia, simplemente vio la luna. Yo prefiero este tipo de actor, el que muestra la luna al público. Es decir, el actor que se hace invisible.
Los trajes, las pelucas, el maquillaje y las máscaras no bastan para alcanzar este nivel de "desaparición". Los Ninjas dedican años a entrenar el cuerpo para aprender a hacerse invisibles. De la misma manera, los actores deben trabajar mucho para desarrollarse a nivel físico, no sólo para adquirir esa técnica que pueden mostrar al público, sino para conseguir la capacidad de desparecer.

El maestro Okura, un famoso profesor de Kyogen, explicó en una ocasión la conexión que mantenía el cuerpo con el escenario. En japonés, escenario se dice butai, bu significa danza o movimiento y tai, escenario. Literalmente, "la plataforma/lugar donde se danza". Sin embargo, el término tai significa también cuerpo, y eso sugiere una lectura opcional: "el cuerpo danzante": Si empleamos este significado de la palabra butai, ¿qué es entonces el actor? Okura dijo que el cuerpo humano es la "sangre del cuerpo danzante". Sin ella el escenario está muerto. En cuanto el actor sube al escenario, el espacio empieza a tomar vida. "El cuerpo danzante" empieza a "bailar". En cierto modo, no es el actor  quien "baila", sino que, a través de sus movimientos el escenario "baila". El trabajo del actor no es mostrar lo bien que se actúa sino, a través de la actuación, ser capaz de dar vida al escenario. Una vez que esto ocurre, el público se deja llevar y entra en el mundo que el escenario recrea. El público siente que atraviesa un solitario desfiladero de la montaña, o que se halla en el centro de un campo de batalla, o en cualquier otro lugar posible del mundo. El escenario contiene todas estas posibilidades. Y es el actor quien es capaz de dar vida a todas ellas.

París, 1997.

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