jueves, 2 de julio de 2009
El caballero de Olmedo II
El vértigo, holaquétal, lo consigue nuestro autor mostrando un desnivel más pronunciado al hacerse explícito, al saber el lector, el espectador, que todo cuanto ocurre en el drama, toda acción que don Alonso desarrolla va encaminada a su muerte, tiene como fin su muerte. Allá abajo. Abajo del todo. Cada palabra que pronuncia, frases, sentencias que ahondan en el sentimiento de tristeza: Oh, cuan piadosa fueras si al partir de Medina la vida me quitaras como el alma me quitas... Lo sabe él, y lo saben los otros personajes importantes, aunque no todos desde el principio y la mayoría más bien al final, antes del fatal desenlace, claro: su amada Inés ("Pena me has dado y temor con tus miedos y recelos") y su contrario Rodrigo ("Pido al amor y a la muerte que algún remedio me den"). Y lo sabe Fabia ("El parabien te doy, si no es pésame después"). No es que me guste ser pesado, es que no puedo dejar de decir que esta obra de la que hoy hablamos es estética por encima de todo, búsqueda simple y llana de la belleza, que es una cosa que los griegos de antaño procuraban como virtud máxima y algunos conseguían matando a sus personajes principales al final de sus obras (litros de sangre), lo cual sabían los espectadores al principio.
Profundizando un poco (poco poco) hay que apuntar que toda la estructura (entre la Grazia y el Rico nos quedamos con el segundo, que la pasta es la pasta) está pensada poéticamente. Ahí (¿también?) está la gracia, que es pobre (vive de la literatura): porque apunta la italiana que se trata de una obra muy particular y que responde a la necesidad de renovación del autor. Total, que organiza los tres episodios según una balanza que mide cantidad de amor (que pesa mucho al principio) y de muerte, equilibrada en el segundo de los actos y que cae del lado chungo en el tercero. Y este desarrollo puramente formal le da a Lope para lucir su poesía sobradamente, su inmensa capacidad literaria hasta el punto de que yo recomendaría a quien ande pensando en iniciarse en esto de juntar versos, frases, palabras o, más explícitamente metáforas amorosas, que no anden perdiendo el tiempo con sofisticaciones contemporáneas: lea, poeta, EL CABALLERO DE OLMEDO y aprenderá a decir el amor. Aunque también aprenda a decir la muerte.
Otras cosas podrían contarse de esta obra maravillosa. El personaje de Fabia resulta de lo más ambiguo, de carácter celestinesco (palabro) y, sin embargo, peor y mejor que el original, dependiendo de las circunstancias. Resulta curioso, en este sentido, la exigencia que aquellos autores se hacían, porque, según lo veo yo, la acción podría desarrollarse tal y como leemos y vemos sin la intervención de bruja alguna. No hay encuentros casuales: el amor pone en marcha toda la obra, cada cosa que sucede. El encuentro entre don Rodrigo y don Alonso en las rejas del huerto está perfectamente explicado, al igual que las idas y venidas de Olmedo a Medina por parte del caballero y, en concreto, la de la última noche. Lo mismo que el hecho de que Tello no acompañe a su señor en el camino a su muerte... Así que a partir de su no necesidad concluímos que la bruja de nuestra obra aparece como un homenaje de Lope al maestro De Rojas que, hay que advertirlo, acentúa el juego de dudas y sombras que recorren el tercer acto y que consigue aún mantener el misterio de una trama de desenlace conocido.
No he comentado fechas de composición (1620) ni de contexto (reinado de Juan II, siglo y pico antes de Lope escribiendo a la mesa) ni tampoco de los hechos reales que, esto sí, casi nada me interesan.
Edición recomendada.
EL CABALLERO DE OLMEDO.
Edición a cargo de
Francisco Rico.
Editorial CÁTEDRA.
LETRAS HISPÁNICAS.
210 PÁG. P.V.P. 6, 90 €.
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