sábado, 9 de enero de 2010
AUTOBIOGRAFÍA DIFUMINA V
Que se me llame olmedano, pero que se tenga también en cuenta que he pasado perdido y fuera de la villa que no me vio nacer (cuando pudo, sin embargo, hacerlo) más tiempo del que llevo en ella, tan sólo unos pocos años, donde permanecería cómodamente inédito de no ser por este blog (maldito) que me veo obligado a rellenar. Recordaré siempre aquella carreta vieja y a su carretero y su mulo, porque se aparecieron ellos tres -alejándose diminutos después de hacer caso omiso de mi- como mi primera verdad: sobre lo que soy y lo que nunca podría llegar a ser. Porque en ellos no percibiéndome vi mi primer y fundamental rasgo, donde empieza mi personalidad, triste confirmación de un tacto trémulo que experimenté asustado de veras, de una visión confusa y difumina de mi que me hizo sospechoso de no estar del todo por aquí. Ni por allí ni por lugares concretos y delimitados con una claridad que para mi quisiera.
Desaparecieron tras virar a la derecha camino del barrio de El Parchel y no los he vuelto a ver. Y tardé más de cien años en volver a este pueblo al que le debo la vida pero que abandoné ese mismo día, el día en el que ya desde primera hora de la mañana necesité ver mi cara. Eché a andar camino de un reflejo que aún no he visto después de quinientos y pico años. Me busqué y puse interés en encontrarme hasta que, efectivamente, di con mi posibilidad tras un largo trecho de nada recorrido, desorientado: un charco. Un charco grande como una laguna pequeña. Me asomé. Y no me vi. Quise tocar el agua y no pude hacerlo: hundí mi brazo, lo hice hasta que noté la ausencia seca de mi barbilla y del resto de mi cara y de la frente y nadie pudo no verme en ese trance que fue mi cuerpo inconcluso tragado por el agua embalsado en aquella tierra de los arrabales olmedanos. Ocurrió en medio de una soledad tal que pensé en un viaje muy largo cuando me vi rodeado de gente y del bullicio del mercado de un lugar cuyo nombre nunca conocí y donde, de repente, estaba.
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