Mucho ruido. Más de la cuenta. Puestos cutres como los de ahora, los de cada sábado del siglo XXI: mañanas ajetreadas. Cutres de veras. Alegres. Me incorporé con ganas a este nuevo contexto, contento. No me hice preguntas desde el principio. Artesanos que ofrecían sus cerámicas o sus panes. Hortelanos y tenderos en general vociferaban hasta formar un manto espeso de vocablos que identifiqué (entendí con el tiempo que de manera ingenua) con la nube de polvo que cubría los espacios vacíos de personas.
Avancé, curioso, entre la gente, entre los niños que correteaban y se colaban entre las piernas de los adultos, bajo los puestos de verduras. No tropecé con nadie y choqué, confundido, contra una parada de utensilios labriegos. Tembló el herrero más que el propio puesto, más que las azadas y los martillos que acordaron un compás, breve, sobre el que vibrar. Y el herrero mirándome a los ojos sin saberlo. El mundo está lleno de casualidades y, a veces, cuesta moverse con naturalidad por él: sentí, de repente y aún aturdido por el choque, cómo crecía yo de dentro hacia afuera en una experiencia dolorosa que no lograba comprender hasta que me encontré con el cogote pelado de un tipo que apareció, sin más, dándome la espalda y delante de mí.
Por un instante pensé que lo había parido pero, enseguida, esto me pareció extraño. Comprendí que se trataba de la persona a la que miraba el herrero a través de mis ojos. Alguien que había decidido acercarse a la parada, quizá para saludar, y no me vio: uno cualquiera. Me di la vuelta para, aún algo dolorido, seguir caminando. Hubiera jurado que me dolía la rodilla derecha por el impacto con el puesto pero como eso me pareció imposible resolví no dar más vueltas al asunto.
No pude suponer que no siguiera siendo por la mañana, pues pensaba que había amanecido yo tan pronto como el propio Olmedo y desde que me encontrara con el carretero, y después el charco que me trajera hasta aquí, no debía haber pasado demasiado tiempo. El caso es que me encontraba en un lugar desconocido y no sabía por qué. No sabía para qué y no tenía ni idea de cómo hacer a partir de entonces. Y entonces fue cuando me topé con una visión extraña e inquietante. Una señora mayor, más bien azul, de perilla explícita, tuerta y con una larga cicatriz que le cruzaba la cara me miraba desde un fondo enclaustrado al final del largo pasillo que formaba el mercado. Me miraba como si me estuviera viendo y, además, esperando. Supe qué era el miedo según iba apoderándose de mi en aquel instante de duda, pues no sabía si parar, seguir caminando como si nada o darme la vuelta para salvarme...
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