Me he encontrado a la mañana revolviendo signos en un torbellino, suceso meteorlógico, que estiraba el espacio alrededor, atrayéndolo pese a su resistencia de teorema. Un torbellino que hacía ascender símbolos negros más allá de las murallas que tapian el paseo de adoquín. Que unía el cielo con la tierra bajo la que había pasado yo una noche en blanco, algo penosa. Un acontecimiento acientífico, paradójico, burlón.
He tomado un palo, una rama de árbol, sin dejar de observar aquello con algo de miedo, tembloroso, alucinado ante un acontecimiento extraño. Me he preguntado por lo que podría pasar si molestaba al fenómeno y he acercado el palo mientras reflexionaba torpemente., mientras aquello no dejaba de girar, amenzador. Hasta dejar la punta de la rama a tan sólo unos milímetros de su difuso perímetro, alocado y sin apenas desplazarse, temible como un monstruo de mentira, irresistible. Silencioso levantaba algunas hojas del suelo que apenas murmuraban, como respetándolo.
Enseguida he tomado la decisión de hincar la madera bruta en el pequeño ciclón de símbolos y he llevado a la práctica mi decisión, no sin antes cerrar los ojos, tapar mi vista. Ahora sé que quizá me equivoqué: el torbellino se esfumó y tan sólo unas pocas letras resistieron mi intervención. Quedaron allí, caídas sobre el adoquín, despojadas y como huella de una desaparición. Así me pareció que estaban cuando abrí los ojos. Pero, según descubrí, ordenadas en palabras que decían: Fin de la historia.
He tomado un palo, una rama de árbol, sin dejar de observar aquello con algo de miedo, tembloroso, alucinado ante un acontecimiento extraño. Me he preguntado por lo que podría pasar si molestaba al fenómeno y he acercado el palo mientras reflexionaba torpemente., mientras aquello no dejaba de girar, amenzador. Hasta dejar la punta de la rama a tan sólo unos milímetros de su difuso perímetro, alocado y sin apenas desplazarse, temible como un monstruo de mentira, irresistible. Silencioso levantaba algunas hojas del suelo que apenas murmuraban, como respetándolo.
Enseguida he tomado la decisión de hincar la madera bruta en el pequeño ciclón de símbolos y he llevado a la práctica mi decisión, no sin antes cerrar los ojos, tapar mi vista. Ahora sé que quizá me equivoqué: el torbellino se esfumó y tan sólo unas pocas letras resistieron mi intervención. Quedaron allí, caídas sobre el adoquín, despojadas y como huella de una desaparición. Así me pareció que estaban cuando abrí los ojos. Pero, según descubrí, ordenadas en palabras que decían: Fin de la historia.
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