Capítulo anterior.
De Lázaro tengo que hablar. No daré sorpresas. Nunca lo hago: sólo voy a decir que a lo mejor Lázaro de Tormes no fue un pícaro. Y otras cosas que quizá ya sepan. Las voy a fijar por aquí. Otro día. Hoy sigo con mis primeros aconteceres, los que me fueron haciendo.
El arrepentimiento está en la huida, y por eso se hace necesario escapar. Pero es una acción ridícula (patética y aún vergonzosa) cuando no se realiza con convencimiento. Y entonces uno ha de arrepentirse de escapar convencido.
Paré en seco y miré hacia atrás. Nadie me seguía. Me dije que no era ese el camino.
Me arrojé a un pequeño agujero que había en el suelo, como una madriguera minúscula, buscando una salida. Y cuando dejé de profundizar en la tierra estaba afuera. La verdad es que fue un momento.
Edificios. Y un cielo plomizo. Una puerta abierta por donde entra y salen personas, cabizbajas las que entran, sonrientes, alegres las que salen. A veces personas que entran y salen forman un grupo que intercambia pesares o ligerezas. Casi todos visten con colores oscuros. Traje los hombres. Vestidos discretos las mujeres. Hay un muerto por allí.
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