domingo, 15 de julio de 2012

La Gran Zenobia

Pedro Calderón de la Barca, 1625

(Olmedoclásico 2012
Galo Real Teatro.
27 de julio a las 22:30.
Corrala del Palacio)



Me lo he encontrado con ceta y con ce. Puestos a elegir prefiero la ceta, que le da cierta exclusividad. En ese sentido he echado bastante de menos una edición impresa, pues no he tenido más remedio que leer esta obra en el BOOKS de Google, ya ven qué despropósito. Y he de dar gracias, claro: gracias, Google. Con la de editores serios que hay en este país, ¿cómo será posible que nadie se interese por obras como ésta?

Bueno, va:  Zenobia es un nombre chulo, pertenece a la reina de la antigua Palmira, que gobernó desde esta ciudad que fue capital suya el reino nabateo entre los años 266 y 272 d.C. No sé hasta qué punto Calderón de la Barca conocía los detalles históricos a partir de los cuales escribe su obra pero uno supone que seguramente supiera lo suficiente. Esta reina Zenobia llegó al reinado de Palmira -hoy la ciudad, siria, se llama Tadmor o Tadmir- tras la muerte de su marido e hijo -asesinados- y su gobernanza fue caracterizada por la resistencia al Imperio Romano -que comenzaba ya su decadencia- y su extensión a otros reinos de Asia Menor, pasando a controlar Siria, Palestina y Egipto. Muchas veces se compara a la reina Zenobia con Cleopatra que, según nos cuentan en este blog del que he sacado la mayor parte de la información que hasta ahora ofrezco, fue paradigma suyo, o inspiración.

Está claro que a Calderón de la Barca el personaje debió parecerle muy atractivo. En primer lugar por su condición de mujer y, además, por su legendaria belleza. Esto le abría algunas posibilidades estéticas interesantes a las que, por supuesto, sacó partido. Se recrea el ascenso de Aureliano al trono romano, y se hace de una manera característica de  Calderón que consiste en la plástica de la escenificación, en el espectáculo visual, o así me lo imagino yo. La razón es la manera en la que Aureliano es, digamos, coronado, cuando aún vestido con pieles -véase Segismundo, véanse los desnudos actores del Gran Teatro- encuentra entre peñascos el cetro y el laurel que perdiera el anterior emperdor de Roma, Quintilio, asesinado de mano de sus propios soldados. Se trata de un personaje que apenas puede pensar su encuentro con aquellos símbolos del  mando como algo más allá del sueño o de la alucinación, pero cuando aparecen capitanes y otros miembros del ejército romano Aureliano es aclamado como César.

La belleza de los versos quizá responda más al tema que se trata que a la propia poesía con que se viste, pero lo cierto es que me he encontrado enganchado a dichos versos como siendo yo parte de ellos mientras los leía. Es cierto que esto pasa, que uno a veces -cuando ha cogido ya cierta práctica- se encuentra leyendo los versos de manera que parece que los completa, como si ganasen enteros cuando son leídos con la cadencia correcta, algo que es seguro que no siempre hago pero que siento que hago -precisamente- cuando disfruto más.

Pero decía que el tema que se trata es aún más interesante. Calderón siempre fue un autor profundo, tanto en sus obras filosóficas, como los autos sacramentales y, también, en los dramas históricos. Con este van dos seguidos. Si EL MÉDICO DE SU HONRA se situaba en la castilla  que precedió a la de Calderón en tres siglos esta otra historia lo hace en catorce, y en un escenario geográfico y cultural muy diferentes. Las representaciones del dramaturgo oficial de Felipe IV se hacían en palacio y, por tanto, debían ser en más de un punto cuestión delicada pues, como se puede suponer, habrían de ser -sobre todo- complacientes. No obstante parece que Calderón nunca se apartó del todo del espíritu crítico ni didáctico que -como hoy y ya desde mucho antes sabe- caracteriza su obra. Es evidente que un gran autor como Calderón u otro cualquiera necesita de libertad para serlo y -digamos- seguramente en este tipo de obras encontraba la manera de expresar sus opiniones y de dejar su impronta a los gobernantes, de influir en definitiva. Es claro que el Rey captaba el mensaje y, a la vez, no tenía por qué sentirse ofendido con los excesos de un emperador como Aureliano.

Porque en LA GRAN ZENOBIA se habla sobre la fugacidad del estatus alcanzado, del poder aunque también del sufrimiento, de manera que gloria y fracaso son -y, si no, pueden fácilmente serlo- estados provisionales que a menudo derivan uno en el otro sin apenas transición. En este sentido es advertido Aureliano al comienzo de la obra por el general Decio, que ya vino derrotado una vez de Palmira, y que insiste al emperador en que actúe con prudencia, en que no basta con disfrutar la gloria sino que hay que mercerla para conservarla. Aureliano, sin embargo, como otros personajes que traicionan a Zenobia en su reino, o como quienes ambicionan el poder en Roma, no hace intento alguno por controlar sus pasiones mundanas y se arroja a una guerra contra la reina Zenobia -no sólo mujer bella sino mandataria ejemplar y excelente general de sus ejércitos- que traerá consecuencias imprevisibles...

Así que, nada, de momento mejor suerte que otros años con las lecturas: dos de dos que he disfrutado como si fueran grandes narraciones, algo que no siempre ocurre en esto del teatro. Y aunque no sé si voy a leer FARSAS Y ÉGLOGAS (pues me he liado solito y no las pedí por pensar que no estaban editadas) aún me queda una relectura de LA CELESTINA -que espero poder hacer- y dos Shakespeares... en fin... dichoso soy.

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