Provenir de un lugar concreto no es cosa buena. Que sesudos científicos no pudieran jamás explicarte tranquiliza poco en ese sentido, aunque libera el hecho de que ningún científico se interese por ti. Ser consciente del origen de uno mismo y, a la vez, no comprenderlo asusta y da sensación de vértigo. Reconocer que la naturaleza propia es razón suficiente para ser denostado resulta triste.
Un papel liso y virgen a punto de ser manchado con caligrafía se parece a un paritorio y tiene que ver con él. El color blanco sobre todo. Sobre la pared. Bajo una primera ocurrencia inocente que puede ser idea buena y, al poco, ilusionante y, con el tiempo, pretendidamente genial, hasta que la conciencia aparece. Hasta que el amor propio se muestra odio. Librero, te follaste un papel. Y aquí estoy. He tardado mucho en llegar.
Por supuesto que no te daré nunca las gracias. Ya sabes que no tengo nada que agradecer. El primer día que me encontré solo lloré. Vagué perdido por la villa hasta dar con un rincón enrejado, un paso que entre hierros semejaba una prisión hacia la que me encamine lleno de ansiedad, vacío de materia, una cuevita que era un corredor subterráneo donde pasé aquella primera noche de mi tiempo, cuando en Olmedo empecé a buscar un lugar y un origen, cinco siglos antes de que hoy fuera.
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